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El bosque sagrado celta, ¿mito o realidad?

Hablar sobre celtas suele provocar arduos debates y más de un dolor de cabeza debido a esa especie de guirlache, formado por estereotipos, idealizaciones y realidades, que, en muchas ocasiones, desprende una imagen no demasiado ajustada a la realidad histórica de estas poblaciones. Si a esto le sumamos el estudio de los bosques sagrados, esa masa se vuelve casi cemento. Ambos temas de estudio están recubiertos por capas y capas de idealización que pretenden rellenar lagunas con muy diversos fines. La intención de este artículo es esclarecer y mostrar lo que hasta ahora sabemos sobre las arboledas sagradas dentro de lo que conocemos como culturas celtas.

El espacio céltico

Antes de meternos en harina, es importante conocer el paisaje al que vamos a hacer referencia. Aunque en un primer golpe de vista el término celta nos retrotraiga a Irlanda o a la antigua Galia, es necesario recordar que este tipo de culturas se extendían desde Asia Menor hasta las islas más occidentales de Europa, por lo que el primer error que se comete al hablar de ellas es el de concebirlas como un conjunto homogéneo; aunque tengan muchos puntos en común, ni vivían en la misma geografía ni tenían las mismas condiciones climáticas ni estaban regidos por idénticos preceptos culturales y sociales.

El paisaje protohistórico europeo no se mantuvo estático, como es de imaginar, sino que el paso hacia una sociedad agrícola y ganadera y los cambios climáticos fueron poco a poco modificando las distintas estampas continentales e insulares. Previo a este período, y gracias a secuencias de polen halladas en turberas y lagos, se ha podido constatar la existencia de antiguas masas boscosas en zonas de Dinamarca y Países Bajos. Brian J. Huntley, en su Vegetation History (Dordrecht, 1988), cotejó numerosos datos de polen en Europa para crear mapas de vegetación de los últimos 13 000 años. Así pudo dar una visión sobre el tipo de especie predominante en las distintas geografías europeas. En el oeste, incluyendo las islas, reinaba el avellano, el aliso y el roble; en el sur y el área alpina francesa, roble y haya; en el sur de Alemania y los Balcanes, haya, piceas y serbales; y en las zonas costeras de Europa del este, roble y pino.

Cuando pensamos en la geografía de la Europa celta, el mapa se colorea de verde, pero esta ingente selva, nos tememos, no lo era tanto, y en unas líneas más adelante veremos el porqué. Ya antes de la conquista romana hay vestigios que confirman la domesticación del bosque, con talas o segado de praderas para ganar terrenos en favor de la actividad agrícola y ganadera. Gracias a evidencias paleobotánicas sabemos que el paisaje insular y parte del continental durante la conquista romana ya se componía de claros, áreas cultivables y zonas de mayor densidad arbórea, aunque bien es cierto que no tan ingente, sino repartida en forma de pequeños bosquecillos y arboledas. También se puede constatar en zonas costeras mediterráneas, donde el bosque caducifolio fue reemplazado por vegetación de hoja perenne y arbustos.

Mapa de migraciones europeas en el primer milenio a. e. c. ©Megistias/ Wikimedia Commons.

El árbol en la religiosidad celta
La vida cotidiana de las poblaciones celtas estaba íntimamente ligada a los ciclos naturales, por lo que no es de extrañar que su religiosidad también se encuentre repleta de referencias al medio natural y a sus elementos. Pero a pesar de esta gran variedad, la vegetación despierta especial interés entre especialistas y curiosos. Bien sean árboles individuales o arboledas, ambas contienen simbolismos más complejos de los que pudiera parecer en un principio.
El árbol es un símbolo universal de los procesos cíclicos de muerte y regeneración, y por ello se encuentra muy ligado a los cultos de fertilidad. De igual modo, se entiende como un símbolo de longevidad y sabiduría. Aunque la visión del mundo de los germanos y los celtas no es la misma, sí que comparten rasgos en lo que al árbol se refiere. En la cosmovisión germano-nórdica, el árbol se presenta como axis mundi, conector de realidades que sustenta el cosmos, por lo que era muy habitual la práctica de elevar postes de madera como representación simbólica de este. La concepción celta, aunque más de la parte oriental, sigue un poco esa línea, pues las ramas y raíces simbolizarían la perfecta unión entre el cielo y el mundo de los muertos, lo alto y lo bajo. También, dentro de la mitología irlandesa, hay algunos árboles especialmente venerados que pueden asociarse a la monarquía sagrada, ya que la toma de poder se realizaba en presencia de algún ejemplar destacado.
Aunque no exactamente de la misma manera que lo hacían los germanos, las poblaciones celtas también veneraban con especial atención especies como el roble, el tejo, el serbal, el avellano, el fresno, el aliso o el espino —recordemos que algunas tribus lo llevaban hasta en sus nombres, como los eburones o los lemovicos—. Pero si hay un género que resalta entre todos, ese es el de los Quercus. El culto al roble es una práctica muy común y extendida entre los indoeuropeos y se suele asociar a las divinidades del trueno. Su importancia en el plano religioso viene muy ligada a su eminente practicidad, ya que su madera se usaba para la construcción de estructuras y para la talla de divinidades, además de las bellotas y su corteza para curtir el cuero.

La terminología

©Héctor Martínez/Unsplash.

La denominación de estos lugares es un punto candente del debate. El término que usamos en español, arboleda/bosque sagrado, tiene un carácter generalista y no nos sirve si queremos ahondar en referenciar un lugar en específico. Es importante destacar que, por norma general, cada zona tuvo su terminología concreta. En esta ocasión, el término mayoritario fue el de nemeton, pero vamos a tirar de este hilo.

Aunque el debate sigue abierto, las evidencias apuntan hacia una aparición temprana de esta denominación. En varios idiomas de base indoeuropea podemos constatar el término nem-. Ejemplos de ello son el nemus latino o el nemed del irlandés antiguo, que puede significar sagrado, noble o lugar sagrado. William J. Watson, en su obra The Celtic Place-names of Scotland (Edinburgh/ London, 1926), tradujo nemeton como neutro del nombre galo Nemetos, también traduciéndolo como sagrado o noble. Autores posteriores como Rivet y Smith, a finales de los 70, también incluyeron en el debate el supuesto que proponía como posible origen de nem- el término sánscrito nam-, que podría interpretarse como adorar. Y el folklorista irlandés Ó hÓgáin propuso la interpretación de que nemeton estaría muy influido por el término nem-, en este caso entendido como cielo o claro.

Por tanto, el nemeton (singular) o nemeta (plural) puede hacer referencia a un lugar sagrado que, ojo, podría estar o no arbolado; puede aparecer tanto para nombrar arboledas o claros o para pequeños santuarios, o incluso, ya en los primeros siglos medievales, capillas. A pesar de ello, en lenguas como el irlandés antiguo también podemos encontrar terminología que especifica si un lugar tiene relación con los árboles, como el fidnemed, que haría referencia a un santuario de madera o lugar arbolado sacralizado.

Por si esto fuera poco, a este panorama hay que añadirle la propia problemática terminológica dentro del ámbito clásico: que si temenos, que si hieron, que si lucus, que si nemus… Muchos de estos términos, aunque en un principio podían emplearse para referenciar un lugar concreto, comenzaron a usarse indistintamente. ¿Y qué ocurrió? Al entrar en contacto con otras culturas se llevó a cabo la famosa interpretatio, la asociación de términos propios a lugares nuevos y a comparar entre lo propio y lo desconocido. El problema de este planteamiento es que estos símiles no suelen coincidir, así que, estrictamente, no pueden adaptarse a estas denominaciones.

El problema de las fuentes

El campo de estudio de los bosques sagrados es muy complejo por varias razones: por su idealización y, por consiguiente, su simplificación, y porque se trabaja con materiales efímeros de los que no siempre pueden encontrarse evidencias arqueológicas que acompañen a los testimonios escritos y orales. En el caso concreto de las arboledas sacralizadas del ámbito céltico, el rastreo se complica un poco más al incluir en la ecuación al mundo clásico y su percepción sesgada de estos lugares.

Las primeras referencias escritas que tenemos no son anteriores al siglo i a. e. c. y se encuentran dentro de fuentes clásicas, como las obras de Estrabón, Lucano, César o Tácito, y a nadie debería sorprender la imparcialidad de las afirmaciones o descripciones que en ellas aparecen. Aquí encontramos el primer problema, ¿por qué? Pues porque sin evidencias arqueológicas que puedan apoyar estas referencias, es muy difícil poder afirmar su existencia y, de confirmarla, poder mostrar su realidad. Principalmente se recogen testimonios de dos prácticas diferentes: el culto en arboledas sagradas o la veneración de árboles individuales que estarían asociados a alguna divinidad. En un ejercicio de interpretatio romana, es usual encontrarnos con menciones de divinidades clásicas, como Zeus o Júpiter, siempre acompañando a los quercus.

Las descripciones que nos facilitan estos autores no siempre son extensas, en muchas ocasiones simplemente son menciones, pero muy reconocibles por la inclusión de nemeton en la toponimia, que mayormente atestigua lugares y epígrafes posconquista: Drunemeton de los gálatas, Nemetóbriga, Medionemeton, Nemetodorum, etc. Pero cuando sí se extienden en el relato, el paisaje comienza a cambiar. Uno de los mejores ejemplos de ello lo vemos en la Farsalia de Lucano, en el pasaje en el que describe un bosque sagrado en Masalia:

«Había un bosque sagrado, jamás profanado desde remotos tiempos, que con sus ramas entrelazadas encerraba un espacio tenebroso y unas gélidas sombras en cuyas profundidades no penetraba el sol. Este bosque no lo ocupan los Panes, habitantes de los campos, ni los Silvanos, señores de los bosques, ni las Ninfas, sino los santuarios de unos dioses de bárbaros ritos: aras construidas para siniestros altares y todos los árboles purificados con sangre humana».

Lucano: Farsalia Libro III, 398-406. Introducción, traducción y notas de Antonio Holgado Redondo. Madrid: Gredos, 1984.

La arboleda que describe Lucano presenta un lugar oscuro que el ser humano no puede controlar, ni siquiera sus propios devotos. La descripción de un paisaje que repele no es casual, sino que forma parte de un discurso muy bien estructurado que pretende recalcar la barbarie de estas poblaciones frente a la civilización romana. La imagen estereotipada del druida y del bosque nace aquí; de hecho, no se puede descartar la teoría de que esta asociación no fuera más allá de una creación literaria de estos autores clásicos.

©Luca Bravo/Unsplash.

Entonces, ¿cómo sería una arboleda sacralizada en el ámbito celta?

La respuesta a esta pregunta depende de muchos factores. Ya hemos visto que no podemos hablar de celtas como una unidad homogénea, y este caso no es una excepción. En primer lugar, tenemos que diferenciar entre aquellas zonas que tuvieron contacto con el mundo clásico y aquellas que no. En las primeras, el sincretismo favoreció la aparición de lugares de culto con elementos de ambas tradiciones. Por influencia de las migraciones desde Asia Menor, es probable que muchas arboledas sagradas dispersas por el occidente continental siguieran una disposición parecida a aquellas del ámbito mediterráneo. Lo que está claro es que, en zonas posconquista, rara vez el nemeton se entendía como un elemento aislado, sino que formaba parte de un conjunto religioso más amplio.

Por su parte, en los lugares que mantuvieron escaso o nulo contacto, los vestigios son más limitados. Que no aparezcan en las fuentes clásicas no implica que no existieran, pero su rastreo es más complicado. Es importante saber que no todos los santuarios, bien al aire libre o techados, tendrían por qué ser de nueva fundación, sino que se conoce el aprovechamiento de enclaves desde la Edad del Bronce como lugares que mantuvieron ese carácter sagrado. La cronología de estos santuarios varía dependiendo de la zona, desde el siglo vi a. e. c. para el Mediterráneo occidental, siglo iv a. e. c. para Asia Menor, siglos ivii a. e. c.  en la zona norte de Italia o siglo i a. e. c. para los vestigios de la Cultura de La Téne.

Utilizar el extendido concepto de «religión natural» para homogeneizar la religiosidad celta es un tanto atrevido. El concepto de santuario natural, loci natural, como forma mayoritaria de culto durante la Edad del Hierro no es un planteamiento del todo sólido, ya que podemos encontrar sus bases en la escasez de restos arqueológicos de loci estructurales que podían haberse construido en esas arboledas y en el relato creado a través de los autores clásicos.

En cuanto a sus funciones, los nemeta no se ceñían únicamente al plano religioso, sino que también podían servir como lugares de reunión donde se debatirían temas relevantes para el interés de la tribu. La famosa y controvertida figura del druida tendría un papel muy relevante en la gestión religiosa y «civil» de estos lugares.

¿Bosque natural o artificial?
Otra de las cuestiones espinosas que se plantean a la hora de hablar de estos bosquecillos es su naturaleza, ¿son naturales, primarios, o, por el contrario, se trata de una arboleda gestionada? El arqueólogo francés Jean-Louis Brunaux ha trabajado estudiando yacimientos en la zona norte de la antigua Galia y sus conclusiones son más que reveladoras. Evidencias palinológicas nos muestran cómo a principios de la Edad del Hierro, siglo vii a. e. c., la masa forestal de esta zona era menor de lo que se pensaba.
Además, la arqueología también ha arrojado mucha luz sobre la estructuración de los santuarios, que no se adecuarían a esa imagen que nos daban los clásicos de druidas venerando en altares escondidos en la sombría del bosque, sino que el papel del árbol sería casi simbólico y, en ocasiones, menor del que podría parecer. Por lo tanto, no debería resultar extraña la idea de que tanto esos árboles individuales como esas pequeñas arboledas que acompañaban a los santuarios fueran una construcción artificial, dentro de la cual la propia acción de plantar los ejemplares fuera en sí misma un acto simbólico fundamental.
Un magnífico ejemplo de ello es el santuario de Gournay-sur-Aronde, fechado en el siglo iii a. e. c. y situado al norte de la Galia. Ubicado en un montículo y próximo a una balsa de agua, este lugar mantuvo el culto activo hasta finales del siglo i a. e. c, pocos años antes del inicio de la conquista romana. El santuario se distribuía de manera cuadrangular, con zanja y terraplén, donde se alzaban postes perfectamente alineados que servían como marcadores de los puntos cardinales. En el centro se encontraba el templo y su acceso, pero es la cara norte la que más nos interesa, ya que se encontraron huellas circulares, de unos 5-15 centímetros de diámetro, que podían indicar la existencia de árboles que fueron plantados, cortados y dejados pudrir, formando una arboleda «artificial» cercana a la estructura.  Además, el recinto estaba rodeado por una empalizada de ramas entrelazadas.

La idealización del bosque sagrado

Ceremonia druida (Nöel Hallé, 1737-1744). Wikimedia Commons.

La cultura popular ha instalado en nuestro imaginario colectivo imágenes de druidas vestidos de blanco en mitad de la espesura del bosque con sus hoces preparadas para cortar el muérdago, pero ¿esto se ajusta a la realidad histórica? Ya hemos visto que no todo es tan arbóreo como se pinta. Entonces, ¿cuál es el origen de esta imagen prototípica?

Podemos decir que el proceso comenzó con las mismas fuentes clásicas, cuando todo lo ajeno al núcleo romano se presentaba como elemento de otredad: lo que no era la civilizada Roma era barbarie; que, si lo traducimos a lenguaje espacial, resulta en que lo que no era Roma era bosque. Es aquí donde recogemos el guante que lanzamos al inicio del artículo. La asociación entre bosque y barbarie se presenta como la antítesis de los paisajes despejados mediterráneos y de la idea de civilización romana. Al fin y al cabo, no deja de ser un discurso con un fin muy marcado: delimitar una línea bien definida que separe el contexto conocido y la otredad en beneficio del primero.

Durante la Edad Media, el bosque fue el lugar encargado de recoger todo aquel imaginario que poco a poco se fue componiendo a base de trazas de paganismo y folklore, imagen de la que aún hoy en día no se ha acabado de desprender. Ese legado fue recogido por los intelectuales del siglo xix. Para los románticos el bosque se entendía como un símbolo de nostalgia por un pasado perdido, el lugar predilecto de lo indefinido y lo evocador. Los simbolistas fueron un paso más allá y veían al bosque como un templo en sí mismo. El auge de los nacionalismos provocó que gran parte de Europa echara la vista hacia tiempos pasados en busca de figuras y acontecimientos que legitimaran una imagen idealizada de su historia. En zonas donde la tradición celta estaba muy arraigada, como las islas británicas o la Bretaña francesa, se recuperó el binomio druida/bosque como seña de identidad.

A todo este bagaje hay que añadir todas las corrientes esotéricas que comenzaron a desarrollarse a lo largo del siglo xix y principios del xx, y que sirvieron como base para la fundación de nuevas religiones de corte neopagano en las que la naturaleza y la tradición tienen un peso fundamental.

©Marc Pell/Unsplash.

Para ampliar:

Erskine, Kristen: «Just what did a nemeton look like anyway?» en O’NEILL, Pamela (ed.), 2010: Celts in Legend and Reality. Papers from the Sixth Australian Conference of Celtic Studies University of Sydney, July 2007. Sydney Series in Celtic Studies 9, Sydney, University of Sydney, pp. 61-69.

Green, Miranda J. (ed.), 1996: The Celtic World. London, Routledge.

Scheid, John, 1993: Les Bois Sacrés. Actes du colloque international. Naples, Publication du centre Jean Bérard. Se puede consultar en línea aquí.


Si el estudio de las arboledas sagradas a lo largo de la historia se encuentra entre vuestros intereses, Lucía ideó un curso monográfico sobre ellas, actualmente alojado en la plataforma de la asociación Oriens. Las clases en directo se impartieron en septiembre, pero permanecerán activas en diferido hasta finales del curso escolar 2020/2021. Pincha aquí para obtener más información.

Licenciada en Historia por la Universidad de Alcalá de Henares y Máster en Estudios Medievales por la Complutense de Madrid. Responsable del proyecto de divulgación «Las hojas del bosque» y autora de «Érase una vez… el bosque» (Libros.com, 2018).

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