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Edad Media

Los conflictos se resuelven mejor en casa. El papel de las embajadas en el califato de Córdoba

Un nuevo poder emergió en la península ibérica en el siglo x. El califato de Córdoba se configuró como una potente realidad política que vino a disputar el dominio del Mediterráneo. El ejercicio de la diplomacia y las embajadas fueron instrumentos fundamentales para aspirar a dicho objetivo.

Si hablamos del califato de Córdoba, nos pueden venir a la cabeza las calles de Córdoba, su mezquita o la ciudad de Madinat al-Zahra. Fue proclamado en el siglo x por Abd al-Rahman III, en un acontecimiento que debe entenderse dentro del contexto de rivalidad y pugna entre los diferentes poderes políticos islámicos del momento. El califato omeya no solo ha dejado increíbles monumentos; sino que también, fruto de un tiempo difícil, construyó un poderoso sistema político, a la vez complejo y frágil, que apenas duró ochenta años.

El nacimiento de un nuevo poder

El Mediterráneo y buena parte de Oriente Medio presentaban una intrincada situación en el siglo x. Por una parte, el califato abasí, con su capital en Bagdad, no se encontraba en sus mejores momentos debido a las crisis internas que rebajaron el poder de los califas a un plano más bien teórico y nominal. Este vacío de poder fue aprovechado, en el norte de África, por una nueva autoridad que proclamó su propio califato en el año 909. El denominado califato fatimí, musulmán chií en lo religioso y con capital en la ciudad de Cairuán (Túnez), se estableció como uno de los principales poderes en el Mediterráneo debido a su rápida expansión. Unas décadas después, en el 972, fundaron El Cairo para trasladar su capital, que mantuvo la corte hasta el fin del califato a finales del siglo xii.

No muy lejos de Cairuán, la situación dentro de al-Andalus no era la mejor, con territorios que teóricamente se encontraban subordinados al emirato pero que en la práctica gozaban de una cierta libertad. Este clima de debilidad era, además, propicio para la eclosión de movimientos rebeldes, como fue el caso de Ibn Hafsun en Bobastro (Málaga). Tras la proclamación de Abd al-Rahman III como emir de Córdoba en el 911, este emprendió una serie de campañas para pacificar y estabilizar el territorio. Una vez concluidas y con un poder ya consolidado, consciente de la situación política en Bagdad, el emir decidió romper con los abasíes y proclamar el califato cordobés en el año 929. Este acontecimiento provocó que, por primera vez, los territorios de al-Andalus no respondieran religiosamente ante otras autoridades exteriores, como sucedía hasta entonces. A partir de este momento, los fieles tendrían que obedecer religiosamente a los omeyas cordobeses.

La península ibérica al advenimiento de Abderramán III y los principales focos de rebeldía a la autoridad del emir. ©Rowanwindwhistler/Wikimedia Commons.

La decisión, además de una motivación material, tuvo una finalidad especialmente ideológica. El califa ahora tendría a su disposición todo un posible aparato religioso de legitimación, tanto ante problemas internos en al-Andalus, como ante poderes rivales fuera de sus territorios. Esto fue acompañado y materializado de forma planificada con la fundación de una ciudad palatina muy cercana a la ciudad de Córdoba en el año 940: Madinat al-Zahra.

El califato se sirvió de instrumentos militares, tributarios o religiosos, entre otros, para mantener y aumentar su poder, pero la diplomacia fue uno de los mecanismos fundamentales para este propósito. Las relaciones exteriores no fueron nunca descuidadas en al-Andalus durante el emirato, pero fue con el califato cuando dieron un importante salto, tanto a nivel cualitativo como cuantitativo.

Las embajadas fueron muy diversas y a la ciudad de Córdoba se desplazaron multitud de representantes de distintos territorios; tanto de zonas mediterráneas y orientales como de centroeuropeas, sin olvidar las embajadas de los reinos cristianos de la península ibérica.

Más allá de las fronteras

Uno de los principales objetivos y retos de la política exterior omeya era reducir al máximo la influencia de los fatimíes, especialmente peligrosos al pertenecer a la rama chií, frente al sunismo de los omeyas y abasíes.

El Magreb fue escenario de enérgicos combates dentro de la pugna entre ambos poderes. Las incursiones emprendidas por el ejército del califato de Córdoba fueron plenamente estratégicas, ya que eran territorios cercanos a la península ibérica y en disputa con los fatimíes, por lo que su control se mostraba esencial para mantenerlos a raya lo más lejos posible de al-Andalus. Pero las pretensiones sobre África no quedaron relegadas solo al ejercicio militar, sino también a las actividades diplomáticas.

Los Banu Jazar fueron una de las principales y más poderosas tribus del Magreb y del norte de África. Ello hacía que ganarse su favor fuera primordial para controlar, de forma directa o indirecta, estos importantes territorios. La disputa por intentar conseguir su apoyo fue encarnizada hasta que, finalmente, el califato omeya consiguió alinearlos a su lado. Este triunfo fue celebrado por todo lo alto a la llegada a Córdoba de los Banu Jazar en el 971, conmemorando tanto su sumisión, como lo que significaba el éxito ante los fatimíes. Años más tarde y, de forma muy parecida, se festejó una importante victoria militar en el Magreb, junto a la sumisión de algunos miembros llegados a Córdoba de la dinastía idrisí, procedente originariamente de Fez (actual Marruecos). Acontecimientos como este se acompañaban frecuentemente de grandes exhibiciones públicas del poder ante el pueblo, provocando concurridas celebraciones en la ciudad de Córdoba en las que, en ocasiones, aparecía públicamente el propio califa.

Salón Rico de Madinat al-Zahra. Wikimedia Commons.

Este es uno de los ejemplos de las ambiciosas pretensiones políticas y estratégicas del califato de Córdoba, que aspiraba a controlar territorios de una forma similar a lo que hoy conocemos como «estados satélites». De esta forma, se pretendía conseguir el mayor poder e influencia posible fuera de sus propias fronteras.

La diplomacia omeya también procuró mantener contacto con el gran poder del Mediterráneo oriental, el Imperio bizantino. La actividad diplomática entre ambas potencias fue muy activa, con embajadas de periodicidad incluso anual en algunas épocas, especialmente a partir del año 946. El interés por mantener buenas relaciones se centraba en afianzar una alianza contra enemigos comunes ─los fatimíes, pero sobre todo los abasíes─, así como en el propio control del Mediterráneo. Esta relación fue muy fructífera; no solo en el aspecto político, sino también en el cultural

No obstante, los intereses no solo se centraban en Oriente Próximo, Bizancio y la península ibérica, también en la propia Europa, como sucedió con la embajada del año 953 de Otón I, rey de la Francia Oriental y posterior emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Esta es una muestra más de la ambiciosa política exterior del califato de Córdoba.

La civilización del califato de Córdoba en tiempos de Abderramán III (Dionís Baixeras, 1885). Universitat de Barcelona.

Contamos con interesante información de esta embajada gracias a la biografía de Juan de Gorze, abad de San Arnulfo en Metz y protagonista de la misión. Debido a las desavenencias con Otón I duró varios años. El objetivo era negociar con Abd al-Rahman III el cese de los ataques piratas, subordinados al califa, en el golfo de León. Mientras que, por la otra parte, se pedía un mayor control sobre los magiares, que habían llegado a cruzar los Pirineos y atacado algunos enclaves andalusíes. Dicho conjunto de tribus procedentes de Europa del Este realizó importantes saqueos e incursiones y supusieron un importante peligro para las diferentes autoridades de Europa Occidental en el siglo x. Lo más destacable de esta historia es especialmente la narración y descripción de algunos aspectos ceremoniales y protocolarios que más tarde se tratarán.

La actividad diplomática en ocasiones requería prudencia y un cierto juego de relaciones; por ejemplo, el Imperio bizantino y el Sacro Imperio Romano Germánico se disputaban en el siglo x ser la cabeza del cristianismo mediante el título de Emperador, por lo que se debía ser discreto a la hora de establecer alianzas, pactos y relaciones. Por otra parte, el califato omeya perseguía el mismo fin en el ámbito islámico, al menos en territorios mediterráneos.

Madinat al-Zahra, la ciudad del califa de Córdoba
Madinat al-Zahra fue construida en el año 940 tras la proclamación del califato por Abd al-Rahman III. La ciudad significó la plena materialización del programa ideológico del nuevo poder andalusí. Se situó geográficamente a apenas siete kilómetros de la ciudad de Córdoba y experimentó diferentes fases y expansiones durante su corta pero intensa vida.
La urbe se organizó mediante diferentes terrazas, así como en zonas con diferentes funciones, como es la zona palacial conocida como alcázar (los restos que mejor se conservan actualmente), la propia ciudad o medina y zonas destinadas a otros usos como los administrativos. El enclave gozaba de numerosos jardines y fuentes para proporcionar una mayor belleza, además de contener un significado simbólico.
Fue el principal escenario para las embajadas, aunque no el único, siendo el conocido como Salón Rico el lugar destinado a la realización de la mayoría de actos de este tipo. Con la fitna, la guerra civil iniciada a partir del año 1009, la ciudad fue saqueada y empleada como cantera para extraer materiales de construcción.

Vista general de Madinat al-Zahra. ©/Wikimedia Commons.

La importancia de ser un buen vecino

Las relaciones diplomáticas con los reinos cristianos peninsulares fueron muy intensas. Entre las diferentes visitas, cabe destacar la embajada de Bonfill enviada por el conde de Barcelona en el 971 y la visita del propio rey Ordoño IV de León en el 962 para pedir ayuda al califato en su lucha contra su primo Sancho I.

El califato de Córdoba era el poder político más fuerte de la península ibérica durante el siglo x, y esto fue aprovechado para adoptar el rol de juez, por el que intervino activamente en la política interna de diferentes reinos cristianos. Por ello, eran bastante frecuentes las peticiones de ayuda ante luchas intestinas o dinásticas. Ganarse el favor de los califas de Córdoba aumentaba de forma considerable las posibilidades de éxito.

Esta situación se puede apreciar muy bien en las diferentes embajadas llegadas a Córdoba para entablar, o renovar, relaciones o alianzas. Un extracto del autor al-Razi a través de Ibn Hayyan (en la obra Anales Palatinos del Califa de Córdoba Al Hakam II, 1967) sobre la recepción de seis embajadas cristianas en el año 971 nos ofrece mucha información al respecto:

«El sábado día 16 de sawwāl de este año (12 de agosto de 971) se sentó el Califa al-Hakam en el trono, en el Salón oriental del Alcázar de al-Zahrā’, con toda solemnidad y pompa, para recibir a los embajadores de reyes extranjeros que se habían reunido en su corte. Asistieron los visires, le ministraron los hāyibes según la costumbre, y hubo las formaciones militares habituales dentro y fuera del Alcázar».

Algunas de las embajadas atendidas este día fueron la de Sancho Garcés II, rey de Pamplona, o la de Ramiro III, rey de León (con Elvira Ramírez como regente del reino), además de diferentes nobles y familias nobiliarias. Algo muy interesante es cómo se atendía a un buen número de embajadas en un mismo día, lo que demuestra la autoridad y dominio que ejercía Córdoba sobre el resto de los poderes peninsulares.

«Cada una de estas embajadas dio noticias de la situación de su respectivo país y transmitió de parte de su poderdante el deseo de prolongar la tregua existente. Se les dio buenas palabras y recibieron abundantes regalos y dádivas, tras de lo cual partieron hacia sus respectivos poderdantes».

Las manufacturas en marfil: un preciado regalo
Los regalos eran un elemento fundamental en las relaciones diplomáticas, ya que a través de ellos se podía transmitir un mensaje político y propagandístico, más allá del valor material del presente. Las ofrendas debían estar a la altura del receptor, o al menos a la estima que este tenía de sí mismo, por lo que era una declaración de intenciones y de consideración mutua.
Por parte del califato de Córdoba, una de las manufacturas más características fue la de las cajitas y arquetas de marfil. Estas cajitas fueron utilizadas frecuentemente a modo de regalo, realizadas con gran lujo y detalle por artesanos en los talleres de marfil de al-Andalus. Su decoración habitualmente presentaba escenas figuradas, así como motivos vegetales y epigráficos. Estos objetos podían llegar a contener en su interior valiosos elementos, como podían ser costosas especias, piedras preciosas o joyas.
Algunas de las piezas más importantes que se conservan son la arqueta de Leyre (Museo de Navarra), la píxide de al-Mughira (Museo del Louvre) o el bote de Zamora (Museo Arqueológico Nacional).

Hablemos de protocolo

El protocolo, como se puede observar en la cita anterior, debía seguirse de forma muy estricta y rigurosa: cada paso y fase de la embajada estaba calculada y seguía sus propias reglas. El protocolo y el ceremonial en el califato tuvo una gran influencia de la corte de Constantinopla en el aspecto material, pero especialmente en el ideológico.

En primer lugar, a la embajada se le daba residencia en alguno de los diferentes palacios o almunias de Córdoba y alrededores. Durante su estancia, estaban vigilados y bajo una movilidad restringida, para evitar así posibles acciones de espionaje o conspiración.

Al concederse permiso para tener recepción con el califa, el ejército formaba en ocasiones una escolta y un pasillo ceremonial hasta el lugar de la recepción, normalmente Madinat al-Zahra, aunque no siempre fue el lugar destinado a recepciones. Una vez allí, se debía permanecer en estancias auxiliares hasta que el califa diera la orden para el comienzo del acto. Era frecuente la participación de músicos tocando instrumentos como atabales o bocinas durante el desfile y recepción de la embajada.

En la ceremonia estaban presentes diferentes cargos y funcionarios del gobierno, que seguían una jerarquía meticulosa bien establecida, marcando el orden y situación de cada uno en función de su nivel, cargo e importancia. La familia del califa tomaba posición al lado de este, con los visires adoptando también una posición muy próxima, y a continuación un buen número de altos cargos y funcionarios desplegados en diferentes filas. Así se pretendía transmitir la imagen de un estado con una alta y compleja jerarquización y gobierno. Ello se reforzaba aún más con la presencia de multitud de símbolos y banderas que apelaban al poder omeya, con iconografía y representaciones figuradas de animales o seres mitológicos.

Los representantes de la embajada debían vestirse de forma especial, por lo que la entrega de sedas era algo habitual, y la labor de los traductores e intérpretes era imprescindible para una correcta comunicación. Al entrar en la recepción, los visitantes se encontraban al califa sentado en su trono al fondo de la sala. A este no se le podía tocar, excepto si daba su permiso expreso para ello, y era el encargado de dirigir la palabra para comenzar el acto, así como de gestionar el orden y prioridad de los diferentes asuntos a tratar. Se debe aclarar que el saludo al califa era diferente dependiendo la procedencia del embajador. Por parte de los extranjeros no musulmanes, era habitual arrodillarse ante el califa, mientras que por parte de súbditos musulmanes estaba prohibido al ser una costumbre adoptada por los fatimíes. El besamanos se realizaba normalmente, tanto por parte de musulmanes como de no musulmanes, siempre y cuando, existiese permiso del califa.

Las recepciones podían tener un carácter público o privado, dependiendo de la naturaleza de la reunión o los asuntos a tratar, así como la procedencia del representante, para así evitar causar posibles interferencias en las relaciones con otros poderes. En caso de ser privadas, frecuentemente se llevaba a cabo una primera parte pública con todas las formalidades y cargos políticos y administrativos presentes, para después llevar a cabo una reunión privada con un limitado número de personas.

Si no se cumplía el debido protocolo, se podía provocar el enfado del califa, como ocurrió en la ya citada embajada de Juan de Gorze al no entregar los regalos antes de la recepción. Según marcaba el protocolo omeya, el obsequio debía ofrecerse antes del acto si así se solicitaba, para valorar si este estaba a la altura o no. O también la incómoda situación que según cuentan las crónicas se vivió con la embajada de Elvira Ramírez (regente del Reino de León) al dirigirse con cierta insolencia hacia el dirigente musulmán.

Vuelven a sonar los cuchillos

Tras la muerte del califa al-Hakam II en el año 976, al-Mansur, más conocido como Almanzor, se aprovechó de la debilidad y regencia por minoría de edad del califa Hisham II y se alzó como háyib (chambelán o ministro especialmente destacado) y gobernante, con un gran poder dentro del califato. Se inauguró así un periodo que marcó una importante disminución de la actividad diplomática en pro de una mayor actividad militar, con numerosas campañas y ataques a los reinos cristianos peninsulares. Esta fue la tónica dominante desde entonces hasta la fitna (1009-1031) y fin del califato omeya de Córdoba.

De esta forma, la actividad diplomática durante el califato tuvo su mayor intensidad durante los mandatos de Abd al-Rahman III (929-961) y al-Hakam II (961-976). Esto se debe a un programa que le otorgaba una gran importancia, aunque esto no quiere decir que se abandonase el ejercicio militar, ya que se realizaron importantes campañas militares, especialmente en el Magreb al mando del general Gálib. La importante derrota militar sufrida en Simancas (939) por parte de Abd al-Rahman III y una mayor presión militar en las fronteras con el norte fueron algunos de los motivos por los que en ocasiones se optó por la vía diplomática. Así, el califato omeya de Córdoba perfeccionó de manera audaz los instrumentos y mecanismos que tenía a su alcance, aprovechando y explorando al máximo las posibilidades que estos le ofrecían.

Decoración del mihrab de la Mezquita de Córdoba ©Richard Mortel/Wikimedia Commons.

La impronta bizantina en el mihrab de la mezquita de Córdoba
Las relaciones entre el Imperio bizantino y el califato de Córdoba fueron intensas y esto se trasladó también al ámbito cultural. Muestra de ello fue la llegada a Córdoba, fruto de un regalo, de una edición en griego del De Materia Medica de Dioscórides, tratado sobre medicina del siglo i.
Aunque quizá la contribución más reseñable fue el envío de un artista o grupo de artistas bizantinos para la construcción de la maqsura en la nueva ampliación de la mezquita cordobesa. Esta reforma fue obra que el califa al-Hakam II comenzó al inicio de su reinado, en el año 961. Estos artistas eran expertos en mosaicos, un tipo de decoración que los bizantinos dominaban como herederos y continuadores del legado romano, motivo por el cual se les encargó la ejecución de los mosaicos del mihrab, así como otras partes de este como la cornisa cerámica de la bóveda. Este tipo de mosaico de teselas doradas era además exclusivo del poder bizantino, por lo que su prestigio era excepcional.

Para ampliar:

Manzano Moreno, Eduardo, 2019: La corte del califa. Cuatro años en la Córdoba de los omeyas, Barcelona, Crítica.

Signes Codoñer, Juan: «Bizancio y al-Ándalus en los siglos ix y x» en Pérez Martín, Inmaculada y Bádenas de la Peña, Pedro (eds.) 2004: Bizancio y la Península Ibérica. De la Antigüedad Tardía a la Edad Moderna, Madrid, CSIC.

Silva Santa-Cruz, Noelia, 2014: «Dádivas preciosas en marfil: la política del regalo en la corte omeya andalusí». Anales de Historia del Arte, 24. Disponible aquí.

Valdés Fernández, Fernando, 2013: «De embajadas y regalos entre califas y emperadores». Awraq: estudios sobre el mundo árabe e islámico contemporáneo, 7. Disponible aquí.

Graduado en Historia y Máster en Arqueología y Patrimonio. Especializado en al-Ándalus y mundo medieval islámico.

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