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La batalla de Mandsikíert ¿El principio del fin para Bizancio?


En el año 1071, junto a la fortaleza de Mandsikíert (Μαντζικίερτ, hoy conocida como Manzikert o Malazgirt, en el este de Turquía) se produjo una de aquellas batallas que, según se dice, cambiaron la historia. La derrota decisiva de los bizantinos abrió la frontera oriental a grupos de nómadas, los turcos selyuquíes, constituyendo el «comienzo del fin» de aquel imperio milenario. En los años venideros, no pocos turcos se lanzaron a la conquista de la Anatolia bizantina, lo que constituye para muchos la génesis de una nueva entidad: Turquía. En este artículo nos preguntamos si la historia es tal y como nos la han contado y cuál fue el impacto real de la contienda en la historia bizantina y del medievo.

Nota editorial: El autor ha procurado seguir el modelo de transcripción del griego moderno propuesto por Pedro Bádenas de la Peña, que considera que la pronunciación bizantina del siglo xi se acercaría notablemente a la del griego actual. Pensamos que esta decisión puntual puede fomentar una experiencia enriquecedora para los lectores, pero se les recuerda que la forma acostumbrada de escribir nombres bizantinos en castellano varía de la presente (Manzikert, Teodora, Eudocia, Basilio, Constantino, Romano Diógenes, Miguel Pselo, Ataliates, Juan Escilitzes, etc.). Se ha mantenido la forma convencional de regiones geográficas y ciudades ampliamente conocidas por aquellos familiarizados con el mundo clásico (Capadocia, Mesopotamia, Anatolia, Constantinopla, etc.).

Might take a year or ten,

Generations of men,

We’ve passed the point of no return […]

Stalingrad, Waterloo, Bastille, Poltava, Stamford Bridge,

At Manzikert it all would end.

Turisas, End of an empire, Stand up and fight (2011).

La batalla de Mandsikíert es una de las batallas más famosas del mundo romano medieval, que hoy denominamos «bizantino». Su protagonismo en la historia bizantina compite con las conquistas de Constantinopla a manos de los cruzados y los otomanos en 1204 y 1453 y, quizá, con la batalla de Yarmuk (636) que posibilitó la anexión musulmana de las provincias romanas en el Mediterráneo oriental ¿Por qué todas estas batallas acaban en derrota para los romanos? ¿Es que no ganaban nunca? Ni la historia bizantina la constituyen una sucesión de derrotas ni la fama de estas últimas es casualidad.

La memoria histórica nunca se deja al azar: depende directamente de aquellos que deciden evocar el pasado y sus intereses al hacerlo. En España, así como en gran parte del mundo occidental, los conceptos «bizantino» y «decadencia» (en este caso, declive militar) van emparejados, ¿por qué? Sin ir más lejos, acudamos a los libros de texto de la Educación Secundaria Obligatoria (ESO): ¿cómo resumen la historia bizantina? Cuando Bizancio llega a encajar en uno de estos manuales, lo hace como «muletilla» de otros fenómenos históricos, tales como el Imperio romano y la adopción de la religión cristiana, su huella en Hispania, la formación y ruptura de la unidad política del Mediterráneo o el desarrollo de la sociedad feudal en Europa occidental. Todos estos procesos aparecen en el libro porque se los ha considerado piezas clave para la historia nacional y europea u occidental. El manual, si es generoso con Bizancio, podrá relatar lo maravilloso de su arte, la preservación del legado clásico, su rol en la historia temprana de la Iglesia, Santa Sofía… Pero ya se va haciendo tarde (Carlomagno y el islam están esperando en la siguiente página) así que apuramos un final conciso ¡es aquí cuando se mencionan Mandsikíert y las demás catástrofes militares, todas juntas! Con ellas se nos intenta explicar por qué el Imperio bizantino, antaño tan glorioso y pujante, no aparece ya en nuestro mapamundi, ni siquiera en uno de los muchos cachitos en los que se dividen los Balcanes.

Cerramos el manual de la ESO y acudimos a la divulgación más especializada. Cuando se relata el final del mundo bizantino, se suelen mezclar críticas y alabanzas hacia el Imperio. Por un lado, solemos subrayar los aportes de Bizancio a Occidente: es el caso de la traducción española del libro de Judith Herrin Byzantium: the surprising life of a medieval empire, cuyo título reza Bizancio: el imperio que hizo posible la Europa moderna (¿cuáles eran las otras opciones?). También suelen incluirse los tan manidos estereotipos sobre la decadencia del Imperio, culpando a la moral bizantina o a su estructura política y económica de su caída (¡algo habrán hecho mal!). Lo que resulta sorprendente es lo lejos que se remontan los historiadores para rastrear la supuesta «decadencia»: siglos enteros de caída libre, al parecer. Es cierto que hoy en día la mayoría de los investigadores parecen sonrojarse con las hipótesis de Edward Gibbon, plasmadas a finales del siglo xviii, que afirmaban que los romanos prácticamente no habían levantado cabeza desde la crisis del siglo iii. Sin embargo, es común que los divulgadores modernos aplaudan los siglos centrales de historia bizantina (la llamada «edad de oro» en torno al año 1000) pero tachen los siglos siguientes de decadentes. Por ejemplo, la reciente Breve historia de Bizancio de David Hernández de la Fuente, una de las poquísimas obras sobre Bizancio que asoman en las estanterías de las librerías generalistas, presenta los años 1180-1453 como parte de un «largo proceso histórico del declinar del mundo bizantino», que en los últimos momentos se vio «reducido prácticamente a una reliquia histórica testimonial» (p. 26).

Representación de la Constantinopla bizantina. Wikimedia Commons.

Bizancio: el imperio de la Nueva Roma
Llamar «Imperio bizantino» al Imperio romano a partir de los siglos ivvii es una convención académica generalizada desde hace poco más de un siglo. El nombre hace referencia a la antigua colonia griega de Bizancio, donde después se asentó Constantinopla como capital imperial. Los «bizantinos» se consideraban romanos o roméi. Eran, por lo general, cristianos hablantes de griego, que ellos denominaban romeiká: en el período que nos ocupa, al hablar de los «helenos» solían referirse a los paganos del pasado remoto.

Enmarcar aquellos casi trescientos años como un proceso de decadencia política sería como representar en un libro la historia del reino visigodo de Toledo (cerca de doscientos años) como la de un estado debilitado por luchas internas que, necesariamente, condujeron a su caída. No se trata, sin embargo, de la única perspectiva legítima sobre Bizancio: estudiosos como Raúl Estangüi López (para el siglo xiv) o Tonia Κiusopulu (para el xv) han investigado cómo la política y la sociedad del Bizancio tardío se fueron adaptando a la nueva situación geopolítica. Se trata de una etapa histórica llena de episodios apasionantes, a pesar de que las síntesis modernas que tratan aquel período enfaticen el desenlace político. Si somos capaces de considerar al Imperio del año 1000 como parte de una «edad de oro» independientemente de que su extensión territorial y población fueran muy inferiores a siglos anteriores, quizá sea el momento de hacer lo mismo con los «Bizancios» que le sucedieron.

No fueron pocos los momentos en los que parecía que el Imperio iba a recuperar buena parte de su territorio. Sin embargo, la imagen de una paulatina decadencia imperial prevalece en nuestra literatura sobre Bizancio, enfatizando determinadas derrotas militares como si fueran hitos que van marcando una disminución del poderío bizantino de forma lenta pero irreversible. La batalla de Mandsikíert les parece a muchos el inicio de esa supuesta «avalancha», ya que la derrota conllevó el asentamiento de los turcos en Anatolia y estos, cuatro siglos después, pusieron punto y final al Imperio romano con la conquista de Constantinopla. No nos confundamos: Mandsikíert, sin duda, hizo tambalearse al imperio del siglo xi, poniendo en riesgo su estructura y dejando una impronta en los contemporáneos. Sin embargo, esta debacle (junto a las demás que supuestamente señalan la «decadencia» del Imperio) deben estudiarse con lupa, no estando tan atentos a la caída final, sino a las causas y los efectos que tuvieron en su momento. Así pues, analicemos primero lo que sabemos sobre Mandsikíert, para después adentrarnos en los debates y misterios en torno a sus causas y consecuencias.

Mandsikíert, Highway to hell

El siglo xi comenzó como un periodo de prosperidad para los romanos. El territorio del Imperio, formado por el sur de Italia y los Balcanes al oeste hasta Armenia y Siria al este, se había duplicado en las últimas décadas, alejando la guerra de los territorios interiores. Además, los conflictos internos, analizados por Jean-Claude Cheynet, se habían reducido a la mínima expresión bajo los hermanos Vasilios II y Constandinos VIII, los reinados más longevos de la historia romana. De manera similar a buena parte del oeste de Europa, la población estaba aumentando, y con ello la explotación de distintos recursos y el comercio. Según nos adentramos en la segunda mitad del siglo, este período relativamente pacífico dio paso a conflictos externos. Mientras que las amenazas en Italia y los Balcanes las protagonizaban los normandos y los pechenegos respectivamente, el problema en Oriente lo representaban los turcos selyuquíes. Éstos procedían de los territorios en torno al desaparecido mar de Aral. A principios del siglo xi, los líderes selyuquíes migraron hacia el actual Irán, penetrando el territorio del califato abbasí de Bagdad, convirtiéndose paulatinamente al islam y actuando como el brazo armado del califa (que carecía de poder efectivo frente al sultán selyuquí). Pronto se sucedieron varias incursiones turcas en territorio bizantino, rebasando las conquistas de décadas anteriores y llegando a saquear el interior de Anatolia.

Los problemas derivados de las incursiones turcas en la frontera oriental parecen haber cobrado peso a lo largo de la década de 1060. A este problema se le unían otros de carácter interno, que afectaban a la capacidad de respuesta del gobierno de Constantinopla. Aunque el cargo de emperador bizantino era electivo, no pocos emperadores intentaron asociar a sus familiares al trono para que les sucedieran a su muerte. Ello llevó a que, en ocasiones, una familia se mantuviese en el trono durante varias generaciones, formando lo que a posteriori se han llamado «dinastías». Algunas llegaron a ser muy longevas: este había sido el caso, precisamente, de la «dinastía macedonia», que se mantuvo en el trono desde mediados del siglo ix hasta la muerte de la emperatriz Zeodora en el 1056. Con la desaparición de esta dinastía, se abría el espacio a que otras familias accedieran el poder: cada una podría movilizar sus recursos para conquistar el trono, pero todas carecerían de autoridad suficiente para mantenerse al frente sin ser cuestionados por sus rivales.

Cristo coronando a Mijaíl VII y a Evdokía. Wikimedia Commons.

Mientras que los primeros años de incursiones selyuquíes ocurrieron durante el reinado de Constandinos X, de la familia Ducas, su muerte en el año 1067 dio paso a una regencia, en la que la emperatriz Evdokía Makremvolítisa junto al resto de la familia Ducas gobernaron el imperio en nombre del joven Mijaíl VII. A los pocos meses de la muerte de su marido, Evdokía rompe su promesa de no casarse de nuevo. Su segundo marido, Romanós Dioyénis, provenía de una poderosa familia de Capadocia. Hacía tan solo un año, Romanós había intentado usurpar el trono a Constandinos, motivo por el cual se le encerró. Evdokía no solo intercedió a favor de Romanós, sino que, según nos cuenta el historiador Ioanis Skilitsis, también convenció al patriarca de Constantinopla para que aprobase su decisión de casarse por segunda vez prometiendo al patriarca que el nuevo marido y emperador sería pariente suyo. Una vez consiguió que el patriarca apoyara públicamente unas segundas nupcias, Evdokía y Romanós se casaron a sus espaldas.

Res Publica Byzantina
La posición de emperador (vasiléfs o aftocrátor) en la Nueva Roma no recaía en un linaje concreto. Los panegíricos y los espejos de príncipes nos dicen que el emperador llegaba a serlo gracias al apoyo divino, garantizado por la idoneidad del candidato y expresado en el consenso de los romanos, plasmado en el apoyo de instituciones clave tales como el ejército o los senadores de la capital. En la práctica, los mil años de historia bizantina muestran a emperadores más o menos virtuosos obteniendo, manteniendo y perdiendo la dignidad imperial por medios violentos y potencialmente impíos a ojos de los propios bizantinos. Los intelectuales del momento ofrecen distintas explicaciones: quizá los tiranos accedían al poder a través del pecado de los demás o, como señalaba Mijaíl Pselós, los emperadores tienen la mala suerte de que, siendo humanos y por tanto falibles, están bajo el escrutinio constante de la corte y del pueblo.

Romanós IV Dioyénis necesitaba apuntalar su posición como emperador regente, ya que la familia Ducas podía intentar apartarle del poder por temor a que él acabara haciendo lo mismo con ellos. Tenía, además, que solucionar los múltiples problemas fronterizos, especialmente la amenaza turca en Anatolia. A los pocos meses de comenzar su reinado, marchó a la cabeza de su ejército hacia Siria: un éxito militar podía solucionar al mismo tiempo los problemas fronterizos y su falta de legitimidad en el trono. Su primera campaña en Siria (1068) fue exitosa; a ésta le siguieron otras expediciones (1069-1070) de resultado más incierto.

A principios del año 1071, Romanós preparó una nueva campaña, destinada a recuperar la fortaleza de Mandsikíert y conquistar la cercana Jliat (moderna Ahlat), ambas situadas cerca del lago Van. Según Anthony Kaldellis, mientras que la campaña de 1068 había conseguido consolidar la frontera meridional en Siria, Romanós aspiraba ahora a hacer lo mismo más al norte, bloqueando así las vías de acceso al interior de Anatolia. De esta manera, el sultán selyuquí, Alp Arslan, se vería obligado a tirar la toalla con los romanos, centrándose en la conquista del califato fatimí en Egipto.

Romanós avanzó a través de Anatolia hasta llegar a Zeodosiúpolis (moderna Erzurum) a finales de junio. Historiadores como John Haldon estiman que su ejército lo componían unos 40 000 efectivos: una fuerza considerable, pero que no implicó dejar desguarnecidas ni las demás fronteras ni la capital. Marchaban consigo varios de los tágmata imperiales, los famosos guardias varegos o várangi, además de mercenarios pechenegos, oghuz y francos. Desde Zeodosiúpolis avanzó hacia el sur, llegando a dividir su ejército en dos: mientras que cerca de la mitad de sus tropas, entre ellas varias de las unidades mejor entrenadas, fueron enviadas unos cincuenta kilómetros al sur a tomar Jliat, Romanós dirigiría la toma de Mandsikíert, una tarea que se le antojaba sencilla y que, en efecto, le llevó muy poco tiempo.

Representación de la batalla de Mandsikíert en un manuscrito del siglo XV. Wikimedia commons.

Romanós desconocía el paradero exacto del sultán selyuquí Alp Arslán, que en la primavera se encontraba en Siria. El emperador pudo suponer que su contrincante se tomaría un tiempo para reclutar tropas en Mesopotamia antes de avanzar hacia Mandsikíert. Craso error: Alp Arslan, sabedor de los movimientos de su enemigo, marchó apresuradamente al norte, donde le esperaba un ejército nutrido (unos 30 000 jinetes según Haldon). Romanós no fue consciente de su error hasta el final: cuando algunas de sus tropas fueron atacadas por jinetes turcos en la mañana del 24 de agosto, un día después de capturar Mandsikíert, y envió a un pequeño destacamento para rechazarlos. Se estaban enfrentando, en realidad, a la avanzadilla del ejército selyuquí, liderado por el sultán en persona. Romanós, contando solamente con la mitad de las tropas iniciales (el contingente de Jliat había sido interceptado por los turcos y se estaba alejando hacia el oeste), advirtió la verdadera naturaleza de la situación. Cundió el desánimo: los rumores de un ataque turco sembraron la confusión en el campamento por la noche, y a la mañana siguiente desertaron no pocos de los mercenarios oghuz, que estaban remotamente emparentados con los turcos. No obstante, el día 25 Romanós rechazó una embajada de sus contrincantes (desconocemos exactamente lo se le ofrecía) y al día siguiente resolvió entablar combate.

Romanós, a la cabeza de la parte central del ejército, persiguió a los turcos todo el día a través de la llanura, intentando devolver en estocadas y sablazos lo que estaban recibiendo en flechazos. Mientras que la parte central del ejército avanzaba deprisa, los flancos fueron quedando atrás, víctimas de una mayor agresividad por parte de los selyuquíes. Al llegar la noche, las tres alas del ejército estaban exhaustas y separadas entre sí. No se había conseguido contactar con los turcos y la llanura se acababa frente a ellos, dando lugar a un terreno más escarpado, mejor conocido por los turcos, y por tanto propenso a las emboscadas.

El emperador dio la orden de retirarse ordenadamente, contando con que la retaguardia les apoyaría en su marcha hacia el campamento. Sin embargo, parte del ala derecha y la retaguardia interpretaron la orden de retirada como el anuncio de que el propio emperador había caído. Algunos acusaron a Andrónicos Ducas, líder en la retaguardia, de haber traicionado al emperador, movido por los intereses de su familia. Andrónicos ordenó que la retaguardia volviese al campamento lo antes posible, lo que dejó expuesta a toda la vanguardia. La retirada ordenada se tornó en huida desesperada. Romanós trató en vano de agrupar a buena parte del ejército, hasta que fue herido y capturado por los turcos.

Alp Arslán, lejos de ensañarse con su extraordinario cautivo (el primer emperador romano convertido en prisionero de un enemigo extranjero en novecientos años) acordó un tratado de paz no demasiado humillante, que quizá contemplaba la cesión de las provincias más orientales del Imperio junto a un tributo anual. Romanós se encontraba de regreso a los pocos días. Sin embargo, según se acercó a Constantinopla, supo que el gobierno de la capital (adonde Andrónicos se había apresurado tras la batalla, junto al resto de su familia) no le reconocía como emperador y había ordenado su captura. Tras una guerra civil de unos pocos meses, Romanós fue capturado, tonsurado y cegado en el camino de vuelta a la capital. Murió a los pocos meses, víctima de las heridas producidas por el cegamiento. En los siguientes años, el gobierno debilitado de Mijaíl VII no pudo evitar que la práctica totalidad de Anatolia quedara en manos de varios príncipes selyuquíes. Mientras que se calcula que el número de bajas en Mandsikíert fue muy reducido (un 30% del ejército entre los caídos, heridos y capturados), la pérdida de Anatolia y sus ingresos junto a los conflictos civiles que siguieron pusieron al Imperio al borde del colapso durante varios años.

Diorama del Museo Militar de Estambul que representa la Batalla de Mandsikíert. WorldHistory.

Flechas contra mandobles
La famosa táctica turca frente a la infantería y caballería pesada (propia de tantas otras unidades de caballería ligera armadas con proyectiles) consistía acribillar al enemigo a flechazos, retirándose ordenadamente para que nunca se llegara al combate cuerpo a cuerpo, o acaso atrayendo al enemigo a una zona que facilitase las emboscadas. Varias unidades bizantinas habían caído emboscadas en los días previos a la batalla al intentar dar caza a los jinetes turcos.

Lecturas y legado de Mandsikíert

La historia de Romanós y su derrota en Mandsikíert han despertado la curiosidad de gentes dispares, comenzando por sus contemporáneos. Mijaíl Pselós, reconocido por los bizantinos como uno de los más importantes pensadores de su tiempo, escribió sobre Romanós y sus campañas apenas un par de años después, mientras servía como maestro del propio emperador Mijaíl VII. Por tanto, su relato acerca de Mandsikíert y sus consecuencias buscaba legitimar las acciones de los Ducas. Culpa de todo a Romanós, un hombre arrogante y obsesionado con la guerra, pero completamente ignorante sobre los medios para obtener la victoria. Pselós es, ante todo, un filósofo de base neoplatónica. Por ello, critica a Romanós desde el principio neoplatónico que antepone calidad a cantidad: Romanós ansiaba reunir más tropas para la guerra, pero descuidó la calidad de las mismas.

Alp Arslan humillando a Romanós. Miniatura del siglo XV. Wikimedia Commons.

A finales de la década, Mijaíl Ataliatis elaboró otro relato histórico. Se le considera la narración más fiel por su extensión y, sobre todo, a que el propio Ataliatis acompañó a Romanós en sus campañas. No obstante, si Pselós escribía como cliente de Mijaíl VII Ducas, Ataliatis dedicó su obra al emperador que destronó a Mijaíl tras una nueva guerra civil. Ataliatis concibe la catástrofe como un castigo divino al pueblo romano y, en particular, a sus emperadores: todos ellos fueron incapaces de seguir unos principios éticos ideales, tales como el valor, la capacidad de autosacrificio y la renuncia a la pereza o la ganancia indebida. Ataliatis refleja en su relato las esperanzas que infundía Romanós cuando llegó al trono, seguidas de un relato más crudo que analiza las impiedades que cometió el soberano. La ira divina, discernible por medio de augurios en la campaña de Mandsikíert, fue la causa principal de la derrota. Ataliatis lamenta los errores cometidos por Romanós, pero sus críticas más amargas están dirigidas a Mijaíl VII y a aquellos que abandonaron al emperador y comenzaron un reinado plagado de errores e impiedades. Ello provocó a su vez la pérdida total de Anatolia en manos de los turcos, además de hambre y violencia.

¿Qué dicen los historiadores modernos al respecto? Aunque a menudo saquemos pecho al diferenciar nuestra labor «científica» de las historias «moralizantes», como las de Pselós o Ataliatis, se ha bebido necesariamente de estas fuentes para construir un relato sobre el pasado. En consecuencia, a menudo se sigue explicando la derrota en base a personajes y momentos supuestamente «decisivos»: así, si Romanós hubiera mantenido al ejército unido o su sucesor Mijaíl no hubiera sido «un ratón de biblioteca que desconocía la vida real» (como señalaba Georg Ostrogorsky basándose seguramente en el relato del bizantino Ioanis Sonarás), Bizancio habría sorteado el «bache» y quizá hoy se hablaría griego en Armenia y Azerbaiyán. En cambio, otros historiadores hicieron hincapié en procesos más amplios. La corriente marxista, en boga durante la segunda mitad del siglo pasado, señalaba que Bizancio se encontraba en un punto crucial en su transición a una sociedad feudal, lo cual promovió la competencia entre familias aristocráticas y, en consecuencia, se descuidó el correcto mantenimiento del ejército. Estudios más recientes señalan que la debilidad del ejército bizantino pudo deberse a los años de bonanza que precedieron a las campañas de Romanós, o que la conquista de los que habían sido «estados tapón» fronterizos expuso a Bizancio ante sus enemigos. Finalmente, Kaldellis se pregunta si la situación de Bizancio y los bizantinos no tuvo nada que ver con el desastre: quizá la migración de nómadas turcos era de tal envergadura que, en combinación con los ataques pechenegos y normandos, constituyó una amenaza imposible de conjurar para cualquier imperio preindustrial.

La escasez de datos divide a los historiadores: unos enfatizan la gravedad de las pérdidas territoriales, pero otros recuerdan que, apenas una generación después, los bizantinos lograron recuperar buena parte de Anatolia, quedando bajo dominio turco las zonas del interior, que muchos señalan como las menos rentables para el Imperio. Como reza el grabado de Goya «El sueño de la razón produce monstruos». La falta de datos sobre las consecuencias de Mandsikíert ha permitido que se presente como principio de un final muy lejano.

La curiosidad humana, además, se ve atraída por las tragedias de personajes concretos. Por ello, a Mandsikíert se la rememora como una colección de escenas trágicas para quien esté interesado en simpatizar con los romanos y con Romanós Dioyenis. Sucedió lo mismo en época bizantina: décadas después de la batalla, la obra satírica Timaríon retrató a Romanós en el Hades: la imagen es la de un hombre de cuerpo fibroso y espalda ancha, que yace en el interior de una tienda, con las heridas de sus ojos abiertas y veneno saliendo por su boca mientras lamenta su destino para toda la eternidad.

Para ampliar:

Ataliatis, Mijaíl, 2002: Historia, edición de Inmaculada Pérez Martín, Madrid, CSIC.

Hernández de la Fuente, David, 2014: Breve Historia de Bizancio, Madrid, Alianza.

Kaldellis, Anthony, 2017: Streams of gold, rivers of blood: the rise and fall of Byzantium, 955 A.D. to the first crusade, Oxford, Oxford University Press.

Pselós, Mijaíl, 2002: Vidas de los emperadores de Bizancio, edición, traducción y notas de Juan Signes Codoñer, Madrid, Gredos.

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Doctor en estudios bizantinos, otomanos y neogriegos por la University of Birmingham.

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