Edad Media, ¿el reinado del bosque? Realidad y mitos de los bosques en el Medievo occidental
Cuando pensamos en paisajes medievales occidentales es casi imposible dejar fuera la asociación castillo–aldea–bosque. El imaginario ha ayudado mucho a que este último elemento, el bosque, se haya expandido y espesado hasta puntos inusitados: el desierto verde, como dirían los eremitas; pero ¿esta percepción coincide con la realidad histórica? En esta ocasión vamos a analizar la evolución de los paisajes arbolados medievales occidentales y a conocer cómo se ha creado y ha pervivido esta idea de período «boscoso» en el imaginario colectivo.
«Hace mucho tiempo, en una Edad Media dominada por los bosques…». Esta afirmación que se ha repetido en no pocas ocasiones forma parte intrínseca de una concepción un tanto estereotipada de este período histórico que da a entender que una ardilla podría recorrer el occidente medieval saltando de árbol en árbol ¿pero es esto cierto? Esta percepción está abierta a muchas matizaciones, y la respuesta al interrogante de si el medievo fue verdaderamente el reinado del bosque debe ajustarse, como es habitual, al contexto.
¿Cómo era un bosque en el occidente medieval?
En no pocas ocasiones, cuando se hace referencia a la Edad Media se da por sentado que el locutor se refiere a Occidente, he aquí el primer escollo: Edad Media no hay una, hay muchas, igual que ecosistemas forestales. Medievo también es Irán, India o China, y en estos lugares, en mayor o menor medida, también cuentan con masas forestales con las que se relacionan, comercian y de las que extraen recursos. Puesto que la idea de «tierra de bosques» se aplica generalmente al occidente medieval, centraremos el discurso en esta zona geográfica.
El primer problema que aparece a la hora de estudiar las áreas boscosas altomedievales es la incapacidad de afirmar con certeza su extensión. El historiador francés Charles Higounet fue uno de los primeros en esbozar un mapa forestal del occidente medieval, que sirvió como punto de partida para investigaciones posteriores, donde ubicaba las zonas más densas repartidas por Centroeuropa y algunas partes del norte y del este. Aquellas zonas más alejadas del bullicio y la actividad humana, aunque posiblemente más espesas y «vírgenes», no se pueden considerar como entidades uniformes, sino que hay que tener en cuenta la existencia de calveros dentro de las propias arboledas, de mayor o menor amplitud, que facilitarían la actividad ganadera. Es por ello por lo que el trabajo de Higounet, aunque relevante en su momento, ha quedado desfasado por la inclusión de bosque donde no debía haber o por la exageración a la hora de sumar hectáreas a estos lugares.
Como es lógico pensar, en el transcurso de casi mil años de historia, la geografía puede cambiar, y mucho. Los mayores cambios producidos durante la Edad Media se deben a dos factores fundamentales: la acción climática y la acción humana. El clima cambió durante siglos, y con él lo hizo la vegetación nativa; en algunas ocasiones en beneficio de la recuperación de especies autóctonas y en otras en detrimento de las áreas forestales. Pero, sin duda, la mano del ser humano fue la que modificó visiblemente el paisaje como nunca se había hecho. De una economía agrícola y ganadera a pequeña escala se evolucionó hacia la implantación de técnicas de agricultura extensiva que ganaron terreno al bosque y desecaron zonas pantanosas.
La despensa del mundo construido
Las arboledas funcionaban como espacios clave en la economía rural, y posteriormente urbana, medieval. El alto porcentaje de recursos extraíbles convirtieron al bosque en la despensa de los centros construidos. Uno de los principales y más preciados era la madera, material fundamental para la construcción y la combustión. Su abundancia o escasez marcó el flujo comercial entre territorios, tanto occidentales como orientales, y las luchas por su gestión y propiedad desencadenaron numerosos pleitos, enfrentamientos y, sobre todo, una amplia cascada de documentación legislativa. Pero, aunque prioritaria, la extracción de madera no era la única, pues dentro del bosque también se llevaban a cabo actividades relacionadas con la metalurgia y la obtención de carbón. Y cuando se afirma que el bosque era la despensa de las poblaciones, se hace con fundamento: frutos, semillas, mieles, hongos, caza y pesca servían como sustento de seres humanos y también de animales, pues los calveros servían como lugares de pastoreo del ganado. Y, por último, pero no menos importante, la sección de farmacopea, de origen animal o vegetal, con remedios contra dolores y enfermedades, y antídotos para venenos.
Época de transición, época de cambios: la alta Edad Media
En época romana y tardoantigua, las estampas agrarias de la vertiente mediterránea y francesa ya se componían de parcelas de cultivo y parches de bosque, la humanización del medio era mayor en función de su cercanía a los núcleos poblacionales y las vías de trasiego de viajeros y comerciantes. Esta constante, aunque con matizaciones, se mantuvo durante los primeros siglos medievales. Las principales actividades económicas estaban relacionadas con la agricultura a pequeña escala, la caza y pesca, y la recolección.
La decadencia del mundo urbano y el repliegue hacia zonas rurales, la caída demográfica y unas condiciones climáticas húmedas favorecieron el aumento de nuevas zonas de vegetación, con la recuperación de especies naturales en el norte (Gales, Bélgica) como el helecho, el roble y el haya; y en el sur (Francia, Italia, Portugal), como el pino, el abeto, el alcornoque o el castaño.
En la Alta Edad Media, el bosque volvió a ganar terreno, pero no de una manera tan expansiva como pudiera imaginarse. Pero este crecimiento no se produjo ajeno a la explotación de los recursos silvopastoriles y a su regulación, buen ejemplo de ello lo encontramos bajo el reinado de Carlomagno (siglo viii), quien en el Capitulare de Villis ordenaba mantener protegida de tala y de explotación un área concreta del bosque; aunque es curioso compararlo con las informaciones transmitidas por los forestarii de Carlomagno —una especie de cuerpo de vigilancia de los bosques reales—, que denunciaban la tala masiva en estos lugares.
Procesos roturadores y deforestaciones: del siglo xii a la crisis bajomedieval
Ya a principios del siglo xi, se fue atisbando una nueva técnica que revolucionó la forma de explotación en el medio rural occidental. Poco a poco fueron implantándose los procesos roturadores por toda Europa. ¿Y qué es un proceso roturador? Un método de agricultura extensiva que supuso la puesta en cultivo de nuevas tierras, el aumento de los rendimientos agrarios y la disponibilidad de más alimentos para saciar a una población que iba en progresivo aumento. Los factores que favorecieron este cambio fueron tanto técnicos —introducción del hierro en el utillaje agrícola, mejora en los arados y en los sistemas de tiro, etc.— como ambientales —entre los siglos xi y xiii el clima se fue tornando cálido y seco, lo que favoreció el retroceso de las zonas boscosas—.
Estos procesos de roturación se aplicaron en función de la geografía de cada lugar. Se pueden diferenciar tres maneras diferentes de implantación: ocupando el saltus, la zona de bosque bajo dominio señorial en la que se llevaban a cabo las actividades silvopastoriles, y creando en él nuevos núcleos poblacionales. La desecación de zonas pantanosas, lo que se conoce como tierras ganadas al agua, y la construcción de sistemas de canalización de agua y diques, cuyo buen ejemplo es el sistema de Polders. Por último, no hay que olvidar las repoblaciones y cesiones de territorios asociadas a la ocupación militar, por ejemplo, en la península ibérica o en Tierra Santa.
El cambio de modelo agrícola fue muy drástico, y las técnicas aplicadas fueron muy agresivas con el terreno. Hasta esta época, el ser humano no había intervenido en los terrenos de una manera tan dominante. Se deforestaron grandes masas boscosas para ganar nuevas tierras y abastecer las necesidades de los nuevos núcleos urbanos, lo que provocaba el aumento de las zonas vacías de vegetación. Esto trajo consigo la desaparición de zonas de pasto para el ganado y el aumento de las consecuencias derivadas de los desastres naturales provocados por las modificaciones del terreno.
Y tras un par de siglos de agricultura intensiva, el siglo xiv comenzó con una crisis que asoló los campos europeos. Como consecuencia de unas condiciones climáticas perniciosas y del agotamiento de los suelos comenzaron los problemas de abastecimiento. La población sufrió fuertes hambrunas, además de las consecuencias de las guerras que invadían casi todo el mapa occidental. Para terminar de rematar esta delicada situación, la peste llegó azotando a una población ya extenuada. Este panorama provocó el abandono de los campos y la reducción de las parcelas del ager. Esta fue, sin duda, una crisis de recursos que también afectó a las zonas boscosas. Las demandas de madera para abastecer al ámbito militar y a la industria naval pusieron en peligro las reservas del continente, que comenzaba a virar fuera de las fronteras en busca de aquellos recursos que habían quedado mermados.
Ponerle puertas al bosque
La gestión del bosque no es algo baladí. Los pulsos entre los poderes señoriales por la gestión y explotación del suelo forestal dieron lugar a una amplia batería de documentación jurídica, lo que deja entrever la importancia que jugaba en la vida cotidiana de las poblaciones medievales. El bosque puede aparecer en la documentación en tres principales supuestos: aquellos que legislan en su favor; las concesiones de parcelas forestales y su correspondiente usufructo; pleitos, reclamos o conveniencias entre las partes interesadas en los derechos de explotación del bosque. Los dueños del monte podían ser tanto entidades como individuos laicos o eclesiásticos, y cada uno podía ejercer sus derechos de cesión, explotación y gestión, desde el establecimiento de multas para aquellas personas que interviniesen en sus dominios sin consentimiento hasta pautas que marcasen cuándo se podía o no trabajar en suelo forestal.
Unido a la madera siempre aparece el fuego. Los incendios suponían una gran amenaza, ya que podían arrasar o dejar sin suministros a poblaciones enteras. Podían producirse por causa del mal azar, pero también de una manera intencionada. Esta última casuística estaba fuertemente castigada, incluso con penas de muerte, pero en ocasiones ni el castigo persuadía de llevar a cabo una venganza o a iniciar conflictos entre poderes laicos o eclesiásticos por la explotación del monte.
¿Cuándo la Edad Media se convirtió en el reinado del bosque? La espesura imaginada
En contraste con el bosque real que acabamos de describir se encuentra su dimensión imaginada, aquella que multiplica sus árboles y espesa el ambiente con ramas y hojarasca. El bosque se define como un espacio dual; como diría Le Goff siglos después, «la selva repelía a la vez que era deseable», por lo que sus atributos simbólicos se definieron por esta noción doble. A esta primera descripción debemos sumar aquella que contrapone la foresta al mundo construido, los centros poblacionales. Las férreas leyes sociales y morales se diluyen en el bosque, y este se alza como adalid de la otredad y lo salvaje, por lo tanto, en la ficción que se lleva a cabo dentro de la espesura es habitual ver interactuar elementos procedentes del mundo construido para remarcar esa dualidad: senderos rectos, ermitaños, caballeros con códigos de honor, etc.
Pero si hay un contexto en el que se fraguó la inmensidad del bosque medieval es la literatura, sobre todo el género de caballería. El fin último del caballero es llegar a un perfeccionamiento pleno tras la superación de los peligros que ponen a prueba su fe y su código de honor. Es habitual que toda aventura comience con la entrada en el bosque, pues atravesar la espesura suele ser la mayor prueba de todas: salir tal y como se entró, sin caer en desgracia o consumido por la locura. Por tanto, al entrar en el bosque, el caballero, figura modelo del mundo construido, se interna en un mundo irracional, salvaje, que lo pondrá a prueba de todas las maneras posibles. El bosque debe ser denso y extenso, tanto como la búsqueda del héroe.
«Lo que voy a contar me sucedió hace ya más de siete años, cuando yo iba en busca de aventura, solo, como anda el labriego, pero armado con todas las armas, como debe estar un caballero. Escogí un camino a la derecha y me adentré en un espeso bosque. Resultaba penoso avanzar por aquella senda, llena de zarzales y malezas traidoras, y sólo con gran esfuerzo pude mantener mi ruta. Fui cabalgando así todo el día, hasta que salí del bosque —que era el de Brocelandia—»
Chrétien de Troyes, 1986: El caballero del león; edición preparada por Marie-José Lemarchand, Madrid, Siruela, p. 4.
Esta percepción del bosque como un espacio libre de reglas, asentada además sobre una realidad histórica en la que los expulsados, marginados y proscritos huían hacia lo salvaje (entendido como bosque, montaña o desierto), alimentó la creación de arquetipos posteriores que definirían a ciertos bosques como metáforas de libertad, véase el caso del famoso Robin Hood y el Greenwood inglés.
La imagen tan bucólica que en ocasiones se utiliza para describir el paisaje occidental medieval como el último reducto boscoso atiende más a parámetros imaginados que a la propia realidad histórica de estos ecosistemas. El imaginario y las posteriores, y libres, interpretaciones de las fuentes poblaron de árboles aquellos calveros y zonas de cultivo que tanto cambiaron el paisaje europeo a partir del siglo xii. Por tanto, la respuesta a la pregunta de si la Edad Media europea fue el reino del bosque no debe responderse con una afirmación sin matices; ¿había bosques? Por supuesto que sí, pero que fueran tan espesos y extensos como el mítico Brocelandia… eso ya es otro cantar.
El bosque en el imaginario neomedieval
Si bien las evidencias palinológicas y arqueobotánicas, por lo menos de la segunda mitad de la Edad Media occidental, no sostienen esa imagen de un territorio permanentemente verde, el mézclum conformado por sincretismos, creencias y tradiciones que se recuperó en algunos países como seña de identidad nacional desde el siglo xviii ha permeado de manera muy profunda en el imaginario boscoso occidental.
El siglo xix supuso la reactivación del interés por los siglos medievales. Muchos países europeos viraron su interés hacia esta época en busca de retazos de gloria que pudieran conformar los nuevos discursos nacionalistas. Entre los muchos elementos recuperados estaban los bosques como símbolos de un pasado glorioso, bien por haber sido lugares que habían recibido veneración, por ser los escenarios por los que transitaban caballeros y héroes o por representar los resquicios del poder de las élites, entre muchas otras. Pero lejos de mantenerse estática, esta vuelta a atrás siguió evolucionando, adaptando viejos arquetipos a nuevos formatos. La producción de ficción de mediados y finales del siglo xx, de corte fantástico, recuperó una ambientación feérico-medieval que volvió a poner en boga el binomio castillo – bosque espeso y la aventura épica. Arboledas como las representadas en Legend (1985), La Princesa prometida (1987) o las múltiples adaptaciones de algunas de las historias más famosas de la Materia de Bretaña, como Excalibur (1981), Las Brumas de Avalon (2001) o Merlín (2008), recuperaron una parte del bosque medieval simbólico y lo readaptaron añadiendo un toque extra de magia y poblándolo con criaturas fantásticas.
Para ampliar:
Aberth, John, 2013: An Environmental History of the Middle Ages: The crucible of Nature, New York, Routledge.
Bechmann, Roland, 1984: Des arbres et des hommes. La forêt au moyen-âge, Paris, Flammarion.
Bépoix, Sylvie y Richard, Hervé (dirs.), 2020: La forêt au Moyen Âge, Paris, Les Belles Letres.
Carlé, María Carmen, 1976: «El bosque en la Edad Media (Asturias-León-Castilla)». Cuadernos de Historia de España tomo LIX-LX, Buenos Aires.
Duby, George, 1968: Economía rural y vida campesina en el occidente medieval, Barcelona, Península [original en francés de 1962].
Le Goff, Jacques, 2008: Lo maravilloso y lo cotidiano en el occidente medieval, Barcelona, Gedisa [Original en francés de 1985].