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Edad Contemporánea

«Camellos fuera». Familias contra la droga en Dublín y Madrid

Durante la década de los ochenta el «problema de la droga» fue una de las principales preocupaciones sociales. Ante la situación vivida en algunos barrios, padres y madres tomaron las calles de ciudades como Dublín o Madrid con el fin de acabar con el tráfico de droga en un intento de mejorar la calidad de vida de sus hijos. Para ello se organizaron en patrullas vecinales de vigilancia, demandaron atención sanitaria e impulsaron redes de apoyo para los afectados.

«Madres Unidas contra la Droga se reúnen desde hace casi cuatro meses para realizar terapia de grupo, conseguir subvenciones, adoptar medidas contra el tráfico de estupefacientes y escudriñar la actuación de la Policía. Son mujeres de Parla, Getafe, Alcalá de Henares y una docena de barrios más de la capital con un factor en común: el calvario que padecen por la adicción a la droga de sus hijos y allegados.»

ABC, 10 de marzo de 1987.

Con estas palabras el diario ABC recogía en su sección de opinión las reuniones semanales organizadas en Madrid por un grupo de madres para tratar una cuestión nueva para ellas: el «problema de la droga». El creciente consumo de heroína y sus consecuencias, alimentadas por los discursos vertidos desde los medios de comunicación de masas, levantaron todas las alarmas en la sociedad de los ochenta. Progresivamente, la heroína pasó a ser un problema de salud pública. Una cuestión moral. La principal preocupación social. Políticos, vecinos y religiosos proyectaron sus opiniones en periódicos, debates y declaraciones, pero no fue suficiente para solucionar el tema estrella del momento.

Las madres, cansadas de la supuesta pasividad de la administración, la actuación de las fuerzas de seguridad y el rechazo social, decidieron dar un paso adelante para denunciar la situación que vivían sus hijos. No fueron las únicas. Por la misma época, madres y padres de toda España ─Galicia, Andalucía, Extremadura─ y de toda Europa protagonizaron diferentes iniciativas para plantear ante el Estado sus reivindicaciones. Tal fue el caso de los grupos que nacieron en Dublín. ¿Cuáles eran las semejanzas y diferencias entre el caso madrileño y el dublinés? ¿De qué forma se organizaron las familias de estas ciudades? ¿Cuál fue el papel de las mujeres en este movimiento?

Vivir en una ciudad postindustrial

Durante el último cuarto del siglo xx, Dublín y Madrid, como otras tantas ciudades occidentales, experimentaron cambios a nivel económico, político y social que transformaron su forma y la vida de sus habitantes. La evolución de estas ciudades se produjo de forma paralela a los cambios que estaban ocurriendo a nivel global desde inicios de los años setenta en las economías del capitalismo avanzado. Una década que, marcada por una fuerte crisis económica a raíz de la quiebra del petróleo, interrumpió la bonanza y la prosperidad que durante el período de posguerra había bañado a las sociedades occidentales.

1970: una década de crisis
La crisis del petróleo de 1973 comenzó tras la decisión de la Organización de Países Árabes Exportadores de Petróleo de acabar con la exportación de petróleo a los países que apoyaron a Israel frente a Siria y Egipto durante la guerra de Yom Kipur. La oferta mundial disminuyó, por lo que el precio de este producto se incrementó y dificultó el aprovisionamiento de las industrias tradicionales. Industrias como la del automóvil, la energética o la química, que durante las décadas precedentes se habían convertido en la base del crecimiento de las economías capitalistas occidentales, poco a poco fueron desmanteladas ante el crecimiento acelerado del sector servicios en algunas regiones. La pérdida de la importancia del sector industrial fue decisiva en el aumento del paro, que afectó sobre todo a la mano de obra poco especializada y a inmigrantes, jóvenes y mujeres. Las medidas tomadas inicialmente por parte de los gobiernos derivaron en un agravamiento de los problemas. La deuda pública aumentó al intentar, sin éxito, desarrollar políticas que impulsaran el Estado de Bienestar. Esto puso en cuestionamiento las instituciones consolidadas tras la Segunda Guerra Mundial y favoreció el surgimiento de un nuevo modelo económico dominado por el libre mercado, la privatización y el abandono de las políticas fiscales de los años anteriores. De forma paralela a este fenómeno, y como no era de extrañar, las desigualdades sociales fueron todavía más notables. Los ricos eran cada vez más ricos; los pobres, más pobres. Frente a las grandes expectativas de futuro de las generaciones anteriores, los jóvenes de los setenta y los ochenta se enfrentaron a la posibilidad de vivir en peores condiciones de vida que sus progenitores. La brecha que separaba a una minoría que acaparaba la riqueza y a los protagonistas de esta historia, una amplia mayoría empobrecida, se amplió.     

Las ciudades también fueron testigos de la rápida oleada de sucesos que amenazaba con transformar la realidad del momento. Al compás del contexto internacional surgieron las que han sido denominadas ciudades postindustriales. Pero ¿cómo era la vida en este nuevo modelo de ciudad? ¿A qué debían enfrentarse sus habitantes? Aunque siguieron siendo el epicentro del poder y de la actividad económica, en este momento basaron su éxito en la especialización de sus servicios. Las ciudades tenían que competir por atraer inversiones y ser la nueva localización de una sede empresarial, de eventos deportivos o culturales: en definitiva, en ser un centro de consumo. Esto tuvo graves efectos en la cotidianeidad de quienes habitaban y vivían la ciudad. Tal fue el caso de Dublín y la transformación de su centro urbano. La reestructuración económica vivida en la capital irlandesa estuvo marcada por las políticas neoliberales que aplicaron sus gobiernos siguiendo el modelo estadounidense. El énfasis en la mano de obra barata, los bajos impuestos a las empresas y el libre comercio fueron los pilares de esta nueva etapa. Este proceso se reflejó en la rápida pérdida de puestos de trabajo en la industria, al menos un 50 %, frente al incremento del empleo en el sector servicios. Además de enfrentarse al desempleo, las comunidades trabajadoras que habitaban el centro de la ciudad vieron cómo crecían los problemas relacionados con la pobreza y la transformación de diferentes áreas de la ciudad que se vieron afectadas por la privatización y la desinversión en infraestructuras. Así, el deterioro físico de la ciudad fue haciéndose cada vez más palpable y a la altura de 1986 existían cerca de 600 solares y edificios abandonados en apenas 65 hectáreas. Las consecuencias de este proceso derivaron en una creciente polarización social que se vio reflejada en las desigualdades que asolaron Irlanda ─uno de los países más desiguales de Europa en 1997─.

En el caso madrileño, la pérdida de parte de la industria tradicional en el sur de la ciudad y la localización de las nuevas industrias en el norte también fomentó las diferencias y la segregación espacial. Hacia 1970, coincidiendo con la gran llegada de migrantes del mundo rural, se asistió a la etapa de consolidación industrial de la ciudad. La población de la región de Madrid se triplicó, proceso que se vio paralizado y revertido una vez entrada la década de los ochenta, cuando el centro urbano se terciarizó. Es decir, se especializó en funciones relacionadas con el ocio y los servicios, la administración o las finanzas tras sucumbir a las políticas neoliberales de la misma forma que ocurrió en Dublín. Así, mientras que las nuevas industrias demandaban trabajadores cualificados, el cierre de las fábricas y empresas localizadas en los polígonos de la periferia de la ciudad llevó el desempleo a cientos de miles de familias.

No obstante, estas ciudades no solo se enfrentaron a problemas como el deterioro urbano, la falta de infraestructuras o el desempleo de sus habitantes. Algunos de sus barrios, insertos en una corriente de abandono y pérdida de calidad de vida, fueron testigos del incremento de fenómenos como la inseguridad o la expansión del mercado de la droga. Un mercado que, a los márgenes de la legalidad, vio en la ciudad el espacio idóneo para el comercio de unos productos que estaban cada vez más demandados por sus habitantes.

«Una marea blanca invade Europa»

La heroína fue, sin duda, el producto estrella en este mercado clandestino. La droga por excelencia. En Estados Unidos esta sustancia había gozado de popularidad desde principios de siglo, aunque su consumo se incrementó notablemente a partir del periodo de posguerra. Este aumento se vio favorecido por la existencia de suministros accesibles y un mercado capaz de adaptarse a las nuevas necesidades de los consumidores. Hacia 1970, el número de consumidores habituales de heroína alcanzaba el medio millón. Pronto, estas «alarmantes» cifras y el hecho de que el consumo se extendiera también a comunidades afroamericanas despertó un miedo irracional. No tardaron en llegar las medidas represivas, la estigmatización y las encarcelaciones por delitos relacionados con drogas que derivaron, en parte, en una persecución racial.

El contexto estadounidense debe tenerse en cuenta para entender los temores que generó la llegada de la heroína a Europa y los esfuerzos internacionales por conseguir que no se difundiese. «Una marea blanca invade Europa» fue la frase que resumió las conclusiones del simposio Una Política de Europa contra la Droga celebrado en el mes de marzo de 1984 en Módena organizado por el grupo parlamentario comunista del Parlamento Europeo. «Ningún país está hoy en condiciones de hacer frente por sí solo a su vertiginoso avance. Es preciso […] adoptar medidas conjuntas, a nivel continental e incluso mundial, para hacer frente a la gran multinacional de la droga.», concluyeron los expertos. Por entonces, la heroína circulaba libremente por el continente europeo. Uno de los primeros países en experimentar las consecuencias fue Gran Bretaña. En los años cincuenta todavía permitía las recetas médicas que prescribían esta droga legalmente, apenas treinta años después se enfrentó a un verdadero problema social cuando el mercado ilegal de esta sustancia se apoderó de sus calles. El número de adictos se disparó de 5000 a principios de los años ochenta a los 50 000 iniciada la década de los noventa. Este proceso estuvo ligado, inevitablemente, a la aparición de una preocupación desmedida en torno a la seguridad ciudadana, el crimen y el orden que se reflejó sobre todo en los medios de comunicación de masas que llenaron portadas e informativos con estos temas.

En Madrid y en Dublín el consumo de heroína se convirtió en una de las principales preocupaciones del momento. En el discurso hegemónico esta droga parecía ser el origen de todos los males de la sociedad de los ochenta: el desempleo, la desestructuración familiar, la delincuencia o la inseguridad. Su presencia estaba garantizada en casi cualquier debate y surgieron iniciativas variadas por parte de los Estados, pero también por parte de la sociedad civil, para dar respuesta a este nuevo problema. Mientras las administraciones se debatían entre políticas centradas básicamente en lo penal y la dotación de recursos asistenciales para las personas con adicciones, vecinos, padres, madres y otros colectivos se lanzaron a la calle para hacerse oír. Este movimiento articulado contra la droga planteó sus reivindicaciones al poder político, pero también a la sociedad, en busca de mayor atención a las drogodependencias, más seguridad en los vecindarios y el fin del tráfico de drogas en sus calles. Unos de los grupos que destacaron por su actividad política y social fueron las organizaciones de padres y madres que surgieron para dar solución a la adicción de sus hijos.

¿Delincuentes y marginales? Estereotipos sobre adicción y heroína
Cualquier ciudadano podía ser robado y apuñalado en el Madrid de 1980. Y las probabilidades de que el autor fuera un yonqui que deambulaba buscando su necesitada dosis, que pagaría con el dinero de unos bolsillos respetables, eran muy altas. O esta era la realidad que mostraban algunos medios de comunicación. Durante los años ochenta la relación entre droga y adicción y, más aún, entre adicción y delito, fue predominante en la opinión pública. Las primeras investigaciones que encontraron una supuesta relación entre crimen y consumo dependiente fueron realizadas por un grupo de expertos británicos, en el momento en que la heroína entró en los barrios de protección oficial y las zonas más pobres. Hasta entonces, esta inevitable llegada al crimen a través de la heroína no había alcanzado tal protagonismo. No obstante, los miembros de comunidades marginadas que padecían una adicción podían, ante la falta de recursos económicos para comprar la dosis necesaria, recurrir a delitos contra la propiedad. Sin embargo, este vínculo entre drogas y delincuencia era más volátil de lo que la gente creía. Afirmaciones como esta, más allá de haber creado un miedo irracional hacia la droga y sus consumidores, así como inquietud y ansiedad en la sociedad del momento, fueron el caballo de batalla para quienes se posicionaron firmemente a favor del prohibicionismo y las medidas represivas. El debate, sin duda, superaba la adicción o no a la heroína. Los adictos, como grupo social, distaban bastante de la imagen estereotípica que proyectaban los medios de la época. Se trataba de una población heterogénea a nivel social, económico y cultural. El debate sobre la heroína iba más allá, hundía sus raíces en quiénes la consumían: los más marginados de una sociedad que les daba la espalda.

Padres y madres en acción. Movilizaciones contra la droga en Madrid y Dublín

«El jueves de la semana pasada, ¿o fue el viernes?, varios inspectores descubren la madriguera en Quintana. Los seis atracadores viven con tres chicas menores de edad; una de ellas, embarazada. Aquello no es el palacio de Buckingham […]. Conservan todavía, eso sí, un millón en joyas y billetes de banco. Y diecinueve jeringuillas hipodérmicas. Drogadictos, como era de esperar.»

El País, 16 de marzo de 1980.

La oleada de noticias sobre yonquis y atracos en los ochenta desvió la atención de otros debates donde la droga era también la protagonista. Para muchas familias el dolor de haber perdido a un hijo o la simple posibilidad de llegar a perderlo era una preocupación diaria. Así, ante una situación que consideraron injusta, se conformaron en asociaciones, grupos de ayuda y centros de atención e información. Los objetivos de estas organizaciones eran claros. Las familias querían acabar, de forma inmediata, con la compraventa de droga en sus barrios y proporcionar tratamiento a aquellos jóvenes que padecían una adicción. A largo plazo, el debate se situaba en la exclusión social de algunas de estas comunidades, las malas condiciones de vida que sufrían en los barrios y el deterioro de la ciudad. Pero ¿qué grupos participaron en estas movilizaciones? ¿Cuáles fueron sus principales líneas de actuación? ¿Con qué apoyos contaron en sus comunidades?

En 1980 comenzaron las primeras asambleas del grupo «Madres Unidas contra la Droga» en la parroquia de San Pablo del Alto del Arenal en el barrio madrileño de Vallecas. Estas madres encontraron en el seno de la Iglesia y en la figura del párroco Enrique de Castro una oportunidad para poner en común el problema que atravesaban sus familias. En sus palabras: «Lo que nos dio origen y nos da sentido como movimiento […] fue el dolor por la muerte de miles de jóvenes en los barrios obreros de la periferia de Madrid». Las primeras reuniones fueron casi terapéuticas para ellas al descubrir que en su propia comunidad eran muchas viviendo la misma situación. A la altura de 1983, una trabajadora social de la parroquia decidió coordinar a las madres que habían empezado a reunirse en las parroquias de distintos barrios, unas doscientas mujeres de todas partes de Madrid.

La parroquia, como espacio de reunión en estas comunidades populares, había facilitado a las madres construir una red sólida de apoyo. Pero el apoyo no era suficiente. No se conformaban con estos encuentros semanales ya que sus fines, una vez consolidada la organización, pasaban por «presionar, denunciar e intentar conseguir prevención, información, cura, rehabilitación y recuperación de toxicómanos, estando al margen de toda manifestación partidista y sin ánimo de lucro». En 1983 tuvo lugar su primera manifestación multitudinaria.

De forma paralela a estas reuniones, decenas de padres de los barrios más desfavorecidos del norte de Dublín encontraron también en la Iglesia una vía de lucha. El sacerdote jesuita Jim Smyth, vecino implicado en los problemas de su comunidad, dio el impulso inicial. El grupo que surgió tras las reuniones iniciales se llamó «Concerned Parents Against Drugs», lo que resumía a la perfección su naturaleza. Era un grupo de padres (y madres) que tenían como objetivo principal acabar con la presencia de traficantes, camellos y junkies en sus barrios. Sus primeras acciones, en 1982, reunieron a centenares de vecinos dispuestos a acabar con el trapicheo que había comenzado en 1979 en los bloques de pisos de Hardwick Street. Jóvenes de casi toda la ciudad se desplazaban hasta la zona para comprar su dosis causando grandes molestias entre los vecinos. Activistas del movimiento contra la droga en Dublín afirmaban que «ni siquiera los bolsos de las ancianas estaban seguros». Los taxis trasladaban a estos jóvenes en lo que parecía configurarse como una ruta de la droga. A su paso, soportales y calles quedaban cubiertos por jeringuillas. Ante esta situación, los vecinos se organizaron en patrullas de vigilancia que impedían la llegada de consumidores de fuera del barrio, señalaban las casas de los camellos del vecindario y les condenaban, socialmente, al ostracismo y la marginalidad. A partir de 1984 este movimiento se extendió por más barrios de la ciudad e intentaron presionar a las autoridades para controlar el tráfico de estupefacientes. En ocasiones estas acciones ciudadanas de persecución daban lugar a conflictos con camellos, traficantes y otras bandas criminales, que acababan en ataques hacia los propios activistas.

«Concerned Criminals Action Committee»
Los padres no fueron los únicos en organizarse. En los ochenta «Concerned Criminals Action Committee» (CCAC), liderado por Martin Cahill, uno de los miembros más importantes del mundo criminal irlandés, nació el grupo . ¿Su principal objetivo? Limitar la actividad de los padres que, desde 1984, intentaban acabar con el tráfico de drogas en Dublín. Los criminales que conformaban esta banda defendieron su unión afirmando que su lucha no era a favor de la venta de drogas, sino en contra de que las patrullas vecinales denunciasen también otras actividades criminales alejadas del tráfico de sustancias. Este hecho empezó a dificultar el día a día de los criminales, al ver algunas de sus actividades limitadas por la mediación de las autoridades ante las continuas quejas de los padres dublineses. En respuesta a estas quejas, el CCAC encrudeció el enfrentamiento cuando empezó a atacar las casas de los miembros del movimiento contra la droga de Dublín. Aunque padres y criminales se reunieron en numerosas ocasiones para pactar una solución pacífica, las acciones del Irish Republican Army (IRA) para acabar con la actividad delictiva de la banda de Cahill abrieron un periodo de extrema violencia. El IRA secuestró y asesinó a varios miembros de la banda criminal debido a las sospechas de vender heroína que recaían sobre ellos, aunque, sin duda, la muerte de Cahill, tras ser disparado en varias ocasiones en agosto de 1994, fue el golpe más duro para este grupo. Aunque algunos socios de Cahill lograron continuar con su actividad tras su muerte, otros se convirtieron en importantes figuras del tráfico de estupefacientes en Dublín.

Ambos grupos tenían bastante en común. Nacidos en el seno del catolicismo más comprometido socialmente, basaban sus reivindicaciones en uno de los sujetos protagonistas del momento: los jóvenes. Padres y madres de Madrid y Dublín parecían preocuparse no solo por su salud, sino también por su futuro. En el caso de «Madres Unidas contra la Droga», si bien inicialmente emprendieron acciones contra los traficantes del barrio, su actividad se centró en la presión a la administración para ampliar las posibilidades de rehabilitación y, también, en desarrollar ellas mismas herramientas para ayudar a los jóvenes con adicciones. Como grupo de apoyo, acompañaron a sus hijos y los de las demás a los tratamientos de rehabilitación. Además, acondicionaron pisos para dar una alternativa de alojamiento a quienes se encontraban en una situación de mayor exclusión. Tampoco se olvidaron de la vertiente social del problema y arremetieron contra las autoridades, la represión, las condiciones de vida en las cárceles y los vecinos que deseaban un barrio libre de estos jóvenes. En sus memorias resumían esta postura:

«Descubrimos que nuestros hijos eran los excluidos de los excluidos. Igual que aprendimos a vivir con el que les vendía la papelina a nuestros hijos, cuando descubrimos que ellos no eran los culpables, sino una víctima más, nos molestamos en apoyar a otros grupos que también eran excluidos».

Vecinos y familiares siguieron diferentes vías de movilización para expresar su descontento y exigir una solución al problema que asolaba a sus comunidades. En el caso de Dublín, las patrullas ciudadanas encarnaron las reivindicaciones del grupo de padres. Sus actividades se dirigieron a recuperar un espacio degradado por la crisis económica, la falta de inversiones y el deterioro generalizado de la ciudad. Era, en parte, la necesidad de reapropiarse de unos barrios que a ojos de la prensa eran zonas intransitables. Sin embargo, no toda la sociedad irlandesa percibió las patrullas ciudadanas y las acciones de los vecinos como algo positivo. La persecución de camellos terminó en más de una ocasión con heridos graves y víctimas mortales, hechos que en la opinión pública fueron percibidos como un coletazo más de la violencia generada en torno a la droga. La imagen de este movimiento empeoró cuando sus miembros empezaron a ser relacionados, en los medios de comunicación, con la actividad del IRA. Por el contrario, las asambleas de madres dentro de este movimiento gozaron de mayor apoyo ciudadano. Las tareas de cuidados y la percepción social de la maternidad favorecieron enormemente la posición adquirida por estas mujeres. Mujeres que, además de participar activamente en las patrullas, desarrollaron toda una serie de actividades para mantener la cohesión vecinal y la persistencia de unas redes sólidas.

Un camino parecido al de las mujeres irlandesas siguieron «Madres Unidas contra la Droga», que consiguieron el apoyo social e incluso el reconocimiento oficial por su trabajo. Aunque estuvieron en el punto de mira por su intensa actividad política y vinculación con sectores de izquierda considerados «radicales», medios de comunicación y otras iniciativas colectivas vieron en ellas un referente a la hora de abordar el problema de la droga. Sus encierros en iglesias, manifestaciones ante la Administración y organización de actividades recreativas en los barrios demostraron su capacidad movilizadora sin generar una alarma social excesiva. A fin de cuentas, se presentaron como un movimiento que buscaba restaurar la dignidad de unos hijos que habían sido abandonados por el sistema.

La lucha contra la droga se desarrolló en varios frentes, en distintas ciudades y en diferentes contextos. Para algunos grupos como «Concerned Parents Against Drugs» acabar con el problema de la adicción en sus barrios pasaba por echar a los consumidores y vendedores. Sus acciones y decisiones políticas en ocasiones derivaron en verdaderos conflictos vecinales y no siempre recibieron la atención mediática deseada. Las demandas de las madres, que partían de un sufrimiento personal, pero también colectivo, despertaron la empatía de la sociedad con mayor facilidad. El movimiento contra la droga fue diverso en los países en los que se desarrolló, pero para los grupos de padres y madres partió a nivel internacional de un objetivo común: poner fin a una situación que amenazaba la salud de sus hijos.

Para ampliar:

Lyder, André, 2005: Pushers Out. The inside story of Dublin’s anti-drugs movement, Victoria, Trafford.

Madres Unidas contra la Droga, 2012: Para que no me olvides, Madrid, Editorial Popular.

Darcy, Hilary, 2008: «Mothers against drugs & communities outside the state; Women’s activism during Dublin’s anti-drugs movement», RAG: Revolutionary Anarcha Feminist Magazine.

Graduada en Historia y doctoranda en Historia Contemporánea en la UCM. Estudia la droga en el Madrid de los 80. Interesada en los márgenes, la movilización social y la ciudad.

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