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Los caciques negros de Esmeraldas. La historia detrás de un cuadro

Durante el transcurso del siglo xvi, en la región de Esmeraldas (costa norte de Ecuador) se asentaron dos cacicazgos dominados por afrodescendientes: los Arobe y los Illescas. Aunque no fueron las únicas comunidades de cimarrones existentes en los dominios americanos de la Monarquía, sí fueron de los pocos negros alzados que lograron sobrevivir «libres» y dominar extensos territorios gracias a la fusión ―unas veces cordial, otras violenta― con los indígenas de la región.

Una audiencia real

Se les conocía como los señores de la bahía de San Mateo. A pesar de traer algunos frailes a su lado, la gente los miraba con temor al pasar mientras su comitiva de indios atravesaba las concurridas calles de Quito. Quizá fuera por su piel, oscura; sus cabellos rizados y rojizos, tiznados de achiote; las modestas mantas del terruño; o el contraste de todo ello con las ricas alhajas de oro que lucían prendidas por el rostro. Lo más seguro, sin embargo, es que el recelo se debiera a la mala fama que precedía a sus lanzas en la dicha ciudad del virreinato del Perú.

Pero, aunque les quemaran en la nuca esas miradas, los Arobe no iban a amilanarse a estas alturas. Habían sido citados a finales de aquel año de 1598 a petición del mismísimo Felipe III de España en persona, y acudían precisamente a limpiar su nombre, manchado por el negro Illescas, al que un día habían creído su pariente y aliado. Tras más de sesenta años de huida y saqueos, el más anciano de los tres hombres, que respondía al nombre de Francisco, había logrado gobernar sobre el norte de la agreste frontera de Esmeraldas, indios y negros, y solo él sabía el alto precio que había pagado a cambio.

Oidores es el nombre que recibían los jueces de las Reales Audiencias o Chancillerías castellanas. En la imagen, el retrato que le hizo Velázquez a don Diego del Corral y Arellano, oidor del Consejo de Castilla en 1627. Wikimedia Commons.

Al fondo de la plaza, frente a la nueva sede de la Real Audiencia, les esperaba en perfecta formación un nutrido grupo de magistrados, de togas tan oscuras como los restos de tinta que manchaban sus dedos. Solo un puñado de jueces, que parecían ser los principales, mantenían un elegante sombrero sobre sus cabezas. «No son más que zambahigos…». Algunos cuchicheaban entre ellos en un tono que al cacique se le antojó molesto, sin saber que este comprendía más que de sobra sus palabras: «Amigos de españoles y cristianos bautizados», les contestó con grave tranquilidad, plantando con firmeza la asta de su arma en el suelo.

Entonces otro, al que enseguida reconoció como el oidor Del Barrio por la ligera cojera que arrastraba ―se dice que desde que combatió a Drake en Panamá―, se adelantó en ademán conciliador: «Sea Vuestra Merced bienvenido a Quito, mi buen capitán don Francisco. Tenemos mucho que platicar».

Esmeraldas, territorio de frontera

En 1532, el conquistador extremeño Francisco Pizarro desembarcó en algún lugar de la costa norte de Ecuador, dispuesto a hacer valer los derechos de dominio que la Corona de Castilla le había concedido sobre la zona. Allí se prepararon sus huestes durante más de seis meses, instalados en las casas de piedra y paja del cacicazgo de Coaque ―cuyos dirigentes se habían mostrado menos belicosos que sus vecinos de Atacames―, antes de encaminarse al sur del Tahuantinsuyo para pasar al corazón del Perú.

Pero, tras el descalabro del Imperio inca, los asentamientos de esta región comenzaron a despoblarse a causa de enfermedades y traslados forzosos, y entre los españoles solo quedó la fascinación de su nuevo nombre: Esmeraldas, una peligrosa tierra de frontera donde los rumores situaban montañas de oro, perlas, piedras preciosas… y que durante los siglos venideros se convirtió en un gran problema para la administración virreinal.

Así, Esmeraldas pronto pasó a ser conocida como un lugar casi maldito, en cuya costa naufragaban decenas de barcos por el violento oleaje, vomitando a tierra cuadrillas de piratas, desertores de minas y encomiendas, esclavos fugados y chusma de toda clase, quienes instalaban sus palenques en la selva y aterrorizaban a las poblaciones cercanas, tanto de indios como de españoles. Pero el mayor miedo de estos últimos eran los corsarios ingleses y holandeses, siempre acechantes, como alimañas, a fin de robarse un pedazo del pastel que les negaban por ley divina los tratados.

Sin mencionar, por supuesto, que la Corona aún albergaba ambiciosos planes para este lugar. Hacía años que el centro de operaciones de la conquista de las Indias había dejado de ser el Caribe para trasladarse a lo que los expedicionarios llamaban «Tierra Firme». Desde Panamá aún se dispersaban casi a diario miríadas de compañías en busca de su oportunidad de gloria, aunque la mayoría acabasen sus días en el olvido. Y la ruta hacia el Perú, en concreto, comenzaba a atraer los ducados de comerciantes que buscaban un asiento para el abasto de esas nuevas ciudades o las exóticas mercaderías del otro lado del Pacífico.

El plan de Juan del Barrio de Sepúlveda no era otro que levantar un puerto en la bahía de San Mateo, donde recalarían los barcos entre Quito y Panamá sin necesidad de desplazar por tierra, atravesando toda la región hacia el sur, las mercaderías hasta Guayaquil. Aunque, por los fracasos anteriores, sabía muy bien que el control de la zona no dependería esta vez de la pólvora y la cruz de Castilla, sino del papel y el cálamo de sus jueces. Sus funcionarios nada lograrían a no ser que contasen con el apoyo de los señores de Esmeraldas. Y el nuevo oidor se iba a asegurar de que aquella hazaña se conociese hasta en el mismísimo Alcázar de Madrid.

Pintura de castas del siglo XVIII que representa las 16 combinaciones raciales. Wikimedia Commons.

Castas
A pesar de recibir por los españoles la simplista denominación de «mulatos», tanto los Arobe como los Illescas eran, acorde a los cuadros de castas del siglo xviii, zambos, cambujos o lobos: es decir, vástagos de las sucesivas uniones de africano e india.
El intenso e inevitable mestizaje que se produjo desde el minuto uno de la Conquista hizo que, ya en 1514, Fernando el Católico acabara aprobando una real cédula que validaba cualquier matrimonio entre varones castellanos y mujeres indígenas.
La temprana incorporación a la ecuación de africanos esclavizados como mano de obra no hizo sino aumentar la variedad de estos contactos y uniones, que terminaron dando lugar a un sistema reglado al milímetro (las «castas») que implicaba desde privilegios a modo de vestir o de responder ante la justicia.

De cimarrones a conquistadores

Según nos cuenta el clérigo y cronista Miguel Cabello Balboa (1583), en uno de aquellos muchos barcos que naufragaron en Esmeraldas, alrededor de 1540, viajaba un tal Andrés Mangache, africano capturado en la costa de Madagascar. Su destino seguramente era Lima o Piura, en la costa norte del Perú, desde donde se precisaban cada vez más esclavos de las Antillas para trabajar en las nuevas haciendas de caña de azúcar. Tras zozobrar, los supervivientes se concentraron en la playa y, mientras los amos enviaban a siervos y esclavos a marisquear por la zona, Andrés logró huir con su amada, una india nicaragüense, hacia el interior de la espesura.

A partir de entonces, aquella pareja no tardaría mucho en rodearse de seguidores, plantar cara a los indios de guerra e incluso mezclarse con otros naturales, como los de la «tierra de Dobe», grupo que los acoge en un principio y del cual sus descendientes seguramente tomarían el apellido «Arobe». Con el paso de los años, los Mangache tuvieron dos hijos, Juan y nuestro don Francisco, que sucesivamente fueron ocupando el cargo de cacique a la muerte del anterior.

Retrato de Alonso de Illescas encargado por el Gobierno ecuatoriano en 2018 (Carlos Rodríguez/ANDES). Wikimedia Commons.

No fueron, sin embargo, el único gobierno de cimarrones o esclavos huidos que trató de enseñorearse de Esmeraldas por aquellos años. Al sur de San Mateo se hizo fuerte Alonso de Illescas en su palenque de Cabo Pasado. El barco donde viajaba Illescas, natural de Cabo Verde, junto a otros 22 esclavos y esclavas negros, se perdió varios años después del de Mangache, en 1553, aunque la huida se produjo de forma similar. Al igual que en el otro caso, Illescas se hizo con su propia zona de influencia gracias a estratégicas alianzas matrimoniales con diversos grupos indígenas ―como los niguas o campaces―, pero también mediante traición y asesinatos ―como el del cacique Chilindauli durante una «borrachera solemne»― o secuestros y escaramuzas continuas a poblaciones cercanas como Pueblo Viejo. Y aunque tanto los Arobe como los Illescas llegaron a emparentar en ocasiones, con el tiempo, la tensión entre los dos cacicazgos por el control de Esmeraldas terminó imponiéndose.

Así, tanto Illescas como su hijo, Alonso Sebastián, aparecerán nombrados con bastante frecuencia en los documentos del xvi, donde los informes de los españoles a menudo confunden las acciones de su grupo con el de San Mateo. Y si bien ninguno se mostró totalmente amistoso con las autoridades quiteñas, los Illescas se forjaron con creces una fama de indómitos y peligrosos, mientras que los Arobe solían mostrarse más dóciles, colaborando en ocasiones en el rescate de los náufragos que daban con sus huesos en la costa.

La perpetua resistencia esmeraldeña ―tanto indígena como afrodescendiente― hizo que, en varias ocasiones, los españoles se vieran obligados a enviar diversas expediciones para sofocar razias y levantamientos. Una de ellas, la del antes citado religioso Cabello Balboa, partió en 1577 a la región y logró la conversión al cristianismo de los Arobe. El propio Francisco se bautizó junto a su esposa indígena, doña Juana, y, a lo largo de los años siguientes, mandaron levantar junto a su vivienda la primera iglesia de San Mateo.

Posible autorretrato de Antonio Sánchez Coello (c. 1570). Wikimedia Commons.

Andrés Sánchez Gallque, artista del mestizaje
Del autor del retrato de Los tres mulatos de Esmeraldas (1599, Museo de América) aún se sabe poco, salvo que nació en Quito e ingresó alrededor de 1587 en el llamado Colegio de San Andrés, por lo que es más que probable que fuera de origen indio o mestizo. Y es que este lugar era, en realidad, una escuela de oficios fundada por la orden franciscana, donde impartieron clase maestros de la pintura como los flamencos fray Jodocko Ricke o fray Pedro Gosseal.
En la habilidosa mano de Sánchez Gallque se conjugan, así, varias tradiciones artísticas europeas como el estilo de retrato cortesano del español Sánchez Coello, las proporciones fisiognómicas recomendadas por el portugués Francisco de Holanda (Do Tirar Polo Natural) e incluso cierto naturalismo italiano influencia de Angelino de Medoro, entre muchos otros. El modelo, como era habitual en Indias, seguramente fue tomado de estampas flamencas y retratos de monarcas españoles o parientes de los mismos, guardando esta obra un parecido interesante con el Sebastián de Portugal (c. 1574-78) del Museo Nacional del Prado.

«Aquellos bárbaros retratados que hasta ahora han sido invencibles»

La buena disposición de los caciques de San Mateo fue lo que probablemente hizo que el oidor Del Barrio, recién llegado de Panamá en 1596, optara por resolver el problema bajo la égida de la negociación. Para finales de 1598, ya había arreglado un encuentro con el capitán don Francisco, junto a sus hijos y los indios bajo su jurisdicción, en la sede de la Real Audiencia de Quito.

Tal y como comunicaba en su informe al nuevo rey, Felipe III, ofrecería a los Arobe gran cantidad de regalos, vino, armas y ricas vestimentas, más un indulto general y el reconocimiento oficial del gobierno cimarrón, a cambio de la obediencia al Rey de España y la protección de sus costas frente a piratas y otras dificultades que pudieran surgir en el territorio, ya que la Monarquía no contaba allí con guarnición ni presidios adecuados.

De este encuentro, más allá de los testimonios de algunos de los presentes, queda un lienzo de 1599 especialmente encargado para la ocasión por Del Barrio a un joven artista local, Andrés Sánchez Gallque, quien seguramente fue llamado a tomar apuntes del natural de los protagonistas durante la entrevista en la Audiencia. Así, en el retrato aparecen don Francisco (en el centro) y sus hijos Pedro y Domingo (a ambos lados) con sus sombreros en la mano en señal de sumisión y respeto como nuevos súbditos de la Corona. Además, en el lienzo figuran también sus edades en aquel momento (56, 22 y 18 años, respectivamente), así como una Dedicatoria para la Corte de Madrid:

Retrato ecuestre de Felipe III (Diego Velázquez, c. 1636). Wikimedia Commons.

«Para Felipe 3, Rey Católico de España y de las Indias, el doctor Juan del Barrio de Sepúlveda, Oidor de la Real Audiencia de Quito, lo mandó hacer a sus expensas, Año 1599».

A pesar de elementos como el sombrero o la lechuguilla, los tres caciques no van vestidos «a la española»: en su lugar, aparecen ataviados con manta y camiseta (poncho), código de vestimenta asignado a los indígenas o segundones. La diferencia con los que debieron ser sus ropajes habituales es la calidad de los tejidos, pues estos trajes, los mismos que recibieron en el momento como regalo, estaban ricamente confeccionados con damasco, tafetán y seda traídos expresamente de lugares como Manila o México. Sus cabellos también fueron cortados en Quito a la moda del momento (pelo corto, bigote y perilla), aunque aún se aprecian trazas de un tinte vegetal (Bixa orellana) muy utilizado entre los cayapa-colorado. Mantienen, eso sí, sus característicos adornos faciales al completo ―caricuríes (piezas más alargadas que cuelgan de la nariz), botones, pendientes, narigueras en forma de media luna, collares de lámina de oro o de cuentas blancas…―, propios de varios pueblos de la región; aunque otros elementos, como las lanzas, son de clara procedencia africana.

No obstante, más allá de premiar la lealtad de sus nuevos colaboradores, lo que muy probablemente el astuto oidor pretendía con este acuerdo era despertar el interés de Illescas, considerado como la verdadera amenaza en la región. En efecto, Alonso Sebastián se presentó en Quito poco después, alrededor de 1600, para pactar condiciones similares a las de sus convecinos. Entre ellas, ser reconocido por la Corona como «único» gobernador de Esmeraldas. Y entre los Arobe, que se sintieron traicionados por los magistrados, siempre quedó la duda sobre la verdadera autoría del asesinato de don Francisco al poco de producirse la vista en Quito, que fue oficialmente atribuido al otro mulato.

Lo cierto es que en adelante, tal y como nos cuenta el matemático y naturalista francés Charles-Marie de La Condamine, ya a la altura del siglo xviii, en sus notas sobre la región cuando la atravesaba en busca del ecuador, la situación de Esmeraldas siempre se consideró «especial», manteniéndose como una de las tantas zonas del Imperio que nunca llegaron a dominarse en su totalidad: un lugar de perpetua rebelión donde la diáspora de aquellos «conquistadores negros» dejó una fuerte impronta genética y cultural hasta nuestros días.

Casa de la Cultura Ecuatoriana, sede actual del MuNa. ©H3kt0r/Wikimedia Commons.

2019: de vuelta a sus orígenes
Encargado personalmente por el oidor Juan del Barrio para probar sus méritos ante la Monarquía, el cuadro fue enviado a España desde la Audiencia de Quito en algún barco que hiciera la ruta Lima-Panamá y, desde allí, por tierra hasta embarcar rumbo a las Antillas, donde se uniría a otros navíos para emprender la ruta de vuelta junto a los galeones repletos de plata, índigo y tabaco.
Una vez en Madrid, el lienzo quedó vinculado a los inventarios reales bajo diversos nombres hasta quedar depositado en una de las salas del Museo de América. Sin embargo, a lo largo de buena parte de 2019, los Arobe harán una visita temporal a su país de origen para mostrarse en el Museo Nacional de Ecuador (MuNa) en honor al primer aniversario de esta institución.

Los tres mulatos de Esmeraldas (Andrés Sánchez Gallque, 1599). Wikimedia Commons.

Para ampliar:

Cabello Balboa, Miguel, 2001: Descripción de la provincia de Esmeraldas (edición, introducción y notas de José Alcina Franch), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC).

Gracia Rivas, Manuel, 2007-2008: «El oidor D. Juan del Barrio de Sepúlveda y la exploración de la Costa de las Esmeraldas (cuatro mapas americanos, del siglo xvi en un archivo borjano)», Cuadernos de Estudios Borjanos 50-51: pp. 395-438.

Gutiérrez Usillos, Andrés (2012). «Nuevas aportaciones en torno al lienzo titulado Los mulatos de Esmeraldas. Estudio técnico, radiográfico e histórico», Anales del Museo de América 20, pp. 7-64.

Tardieu, Jean-Pierre, 2006: El negro en la Real Audiencia de Ecuador (Quito): ss. xvixviii, Quito, Abya-Yala.

Webster, Susan V., 2014: «El arte letrado: Andrés Sánchez Gallque y los pintores quiteños de principios de la época colonial» (pp. 20-97) en Andrés Sánchez Gallque y los primeros pintores en la Audiencia de Quito, Ecuador, Museo de Arte Colonial.

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Licenciada en Historia y máster en Estudios Avanzados de Historia Moderna «Monarquía de España, ss. XVI-XVIII» (UAM). Especialista en estudios de género, antropología e historia cultural.

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