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Edad Contemporánea

«La République ou la mort». La Comuna de París de 1871

El 18 de marzo de 1871 el pueblo tomó las calles de París para proclamar la Comuna, un proyecto político que pretendió instaurar una república democrática y social controlada, por primera vez, por los trabajadores. Un desafío al poder establecido que acabó bañado en sangre por la feroz represión burguesa. Ahora, a los 150 años de su final, recordamos su historia.

«El pueblo ya no siente cólera porque ha perdido el miedo. La papeleta de voto ha remplazado al fusil».

Prosper-Olivier Lissagaray

Cientos de miles de personas se agolpaban en la plaza y se desparramaban por las calles aledañas. Ante la multitud, el Hôtel de Ville de París ofrecía una imagen impensable pocas semanas antes. Grandes banderolas rojas ─y alguna tricolor─ decoraban la fachada mientras el busto alegórico de la república lucía una banda roja con brillantes a modo de chal. Las bayonetas de los soldados de la Guardia Nacional resplandecían al sol y, mientras formaban, comenzaron a sonar los primeros compases de La Marsellesa. El público estalló y el canto fue ensordecedor. El silencio volvió cuando los miembros del Comité Central, con bandas rojas sobre los hombros, aparecieron en el estrado para ceder el poder a los representantes surgidos de las elecciones del día anterior. Las gargantas volvieron a entonar el antiguo himno revolucionario mientras Gabriel Ranvier gritaba extasiado: «¡En nombre del pueblo queda proclamada la Comuna!». Doscientos mil parisinos respondieron al unísono: «¡Viva la Comuna!».

Salto al vacío

Napoleón III no pasaba por su mejor momento. La Iglesia, antaño pilar de su régimen, estaba disgustada por su apoyo a la unificación italiana en contra de los intereses del papa. Este revés se unía al hecho de haber perdido el cariño de los grandes empresarios por el tratado de libre comercio con Gran Bretaña. Obligado a buscar nuevos apoyos para apuntalar su gobierno, se acercó con cautela a liberales y trabajadores a través de tímidas reformas aperturistas como eliminar la censura previa de la prensa, permitir reuniones sin autorización previa o darle mayores atribuciones a un parlamento que, desde su golpe de estado de 1851, había ido perdiendo cada vez más capacidad política en beneficio de un poder ejecutivo encarnado en la figura del emperador.

El resultado no fue muy alentador para sus intereses. La actividad parlamentaria permitió un mayor desarrollo de la oposición, tanto monárquica como republicana, y el movimiento obrero, que el régimen pretendía despolitizar, fue capitalizado por la Internacional, que dotó de ideología socialista las reivindicaciones de los trabajadores. A esta situación había que sumar el enorme desprestigio que habían cosechado las armas francesas en la aventura mexicana.

La ejecución del emperador Maximiliano (Édouard Manet, 1867). Wikimedia Commons.

El desastre mexicano
El aura de general victorioso de Napoleón III desapareció tras una arriesgada misión al otro lado del Atlántico. El emperador temía el avance de la influencia de Estados Unidos y aprovechó la guerra civil en aquel país ─en la que se había decantado por los confederados─ para intervenir en México. Sus tropas coronaron a Maximiliano de Habsburgo en apoyo de la lucha de los conservadores mexicanos contra la república liberal de Benito Juárez. Sin embargo, el apoyo estadounidense a los liberales tras finalizar su guerra civil y la guerra de guerrillas ocasionaron grandes bajas al ejército imperial. En 1866, 6000 muertos y 300 millones de francos después, Napoleón ordenó el regreso a casa.

La nueva realidad política del país se confirmó en las elecciones legislativas de mayo de 1869. En ellas, muchos candidatos opositores vencieron en sus distritos a los oficialistas. La mayoría eran republicanos moderados que, si bien no cuestionaban el régimen, sí querían llevar a cabo reformas profundas. Como en cada cita electoral, las urnas reflejaron las grandes diferencias entre los electores del campo y la ciudad, en especial París. La capital era mayoritariamente republicana, con una importante presencia socialista en los barrios obreros, lo que provocaba rechazo entre las capas más conservadoras del campo. Durante sus años de gobierno, Napoleón III aprovechó estas diferencias con la organización de plebiscitos nacionales como alternativa a la política parlamentaria. Esta estrategia consiguió darle un último ─aunque pequeño─ respiro en mayo de 1870, cuando ganó una nueva consulta para aprobar una reforma que establecía que las acciones del ejecutivo podrían ser cuestionadas por el Parlamento. Se entendió como un espaldarazo a un régimen falto de legitimidad.

Sin embargo, la tranquilidad del emperador duró poco. Consciente de la caída en picado de su popularidad decidió llevar a cabo lo que cualquier régimen militarista realiza para recuperar el prestigio y estatus nacional: entrar en guerra. Francia temía el ascenso de Prusia en el tablero europeo tras la victoria contra Austria y su liderazgo en la unificación alemana. Había que luchar por la primacía europea y la ocasión la encontraron en la sucesión al trono español tras el derrocamiento de Isabel II. Prusia propuso al príncipe Hohenzollern, lo que provocó el rechazo frontal de Francia. El 19 de julio de 1870, Napoleón III declaró la guerra.

Bismarck (derecha) y Napoleón III tras la batalla de Sedán (Wilhelm Camphausen, 1878). Wikimedia Commons.

El fracaso fue absoluto. El ejército prusiano contaba con una oficialidad mucho mejor preparada y con la fuerza del servicio militar obligatorio de su población, pero, más importante aún, su servicio diplomático había conseguido asegurar la neutralidad de Reino Unido y Rusia, lo que dejaba a Francia completamente aislada. A la falta de apoyos externos había que sumar los 60 000 militares que Francia tenía desplegados en Argelia y la escasa moral resultado de las recientes derrotas. Menos de dos meses después, el 1 de septiembre, Napoleón III se vio rodeado junto a sus tropas en Sedán, capituló y pasó a ser prisionero de Otto von Bismarck, primer ministro prusiano.

Tras la derrota de Napoleón, el Segundo Imperio colapsó y Léon Gambetta, diputado republicano radical, declaró la Tercera República tres días después. Se formó un gobierno de concentración con mayoría absoluta de republicanos, aunque, para tranquilizar a los más conservadores, se colocó a un general monárquico a la cabeza. El ejército prusiano no se detuvo en Sedán, sino que fue acercándose a los muros de París; la República pidió a sus ciudadanos que defendieran la ciudad y su recién conseguida libertad.

El asedio de la capital duró cuatro duros meses en los que el Gobierno estuvo sitiado en el Hôtel de Ville ─Ayuntamiento─. La situación era insostenible: la hambruna, el frío invernal y los bombardeos acabaron con la vida de cientos de parisinos. Por si fuera poco, las nuevas levas militares fueron un fracaso porque la mayoría de la población fuera de París no sentía la República como algo propio y no le veían sentido a continuar la guerra.

Dentro de los muros, la población estaba revuelta. La mayoría de las familias acomodadas habían huido y el asedio acrecentó la radicalidad de las ideas políticas. La nueva República abría la puerta a una libertad largamente deseada y, aunque en el inicio republicanos y socialistas habían rechazado la guerra, ahora veían la defensa de la capital como una lucha por la patria y las libertades. Las calles eran un hervidero de asambleas en las que se pedía al nuevo gobierno una política social mucho más ambiciosa y, especialmente, el autogobierno de la ciudad. París, por su tradición revolucionaria, tenía vetada la elección de los cargos municipales, que eran nombrados directamente por el Gobierno entre los ciudadanos más acaudalados. Las necesidades causadas por el asedio y la carestía consiguieron aumentar la unidad y solidaridad entre los vecinos, una situación que les hizo ver a muchos que otra forma de vida era posible.

Ante la inacción de los representantes políticos, la ciudad de París se levantó contra ellos en dos ocasiones entre octubre de 1870 y enero de 1871. La creciente radicalidad ideológica de sus habitantes provocó un cambio de rumbo en el Ejecutivo. Las élites liberales y monárquicas odiaban a los prusianos, pero, como temían más a los «rojos» y su revolución social, firmaron un armisticio el 28 de enero. No obstante, para firmar una paz duradera, Bismarck necesitaba que Francia tuviera un gobierno estable y presionó para que se celebraran unas nuevas elecciones, que se vieron como un plebiscito sobre la continuidad de la guerra. Una vez más, los resultados demostraron las diferencias políticas de las grandes ciudades y las zonas rurales. Emergió una asamblea de mayoría monárquica y un nuevo gobierno, con Adolphe Thiers al mando, cuyo objetivo declarado era la paz y el orden.

En París los resultados fueron muy diferentes y plasmaron la enorme mayoría republicana de la ciudad. El nuevo Gobierno, en el que los parisinos no se sentían representados, se trasladó a Versalles, emplazamiento monárquico por excelencia y en ese momento ocupado por el invasor prusiano. Era una ignominia. Pero aún faltaba una humillación más: el acuerdo con los prusianos incluía el desfile de las tropas invasoras por la capital. La tensión crecía por momentos.

El imperio del sable y la cruz
La revolución de 1848 acabó con la monarquía de Luis Felipe y trajo la Segunda República. Tras unos primeros meses algo convulsos, en diciembre fue elegido presidente Luis Napoleón, heredero del bonapartismo. Las limitaciones constitucionales (un solo mandato de cuatro años sin posibilidad de reelección) le hicieron dar un golpe de estado a finales de 1851 para hacerse con el poder absoluto. Proclamó entonces el Segundo Imperio francés e inició un régimen autoritario que fue contestado desde todo el espectro político. La censura y el control de los disidentes ─incluyendo deportaciones─ fueron el día a día de un gobierno que encontraba su legitimidad en la Iglesia católica y en una ambiciosa política exterior que unía la búsqueda de prestigio como árbitro de las disputas europeas con los beneficios de las explotaciones coloniales en África y Asia.

París es nuestra

París explotó el 18 de marzo. Como cada día, las mujeres de los barrios de Montmartre y Belleville, los más populares y revolucionarios, salieron temprano de sus casas para comprar el pan. Aunque la ciudad aún despertaba, las calles bullían de actividad debido a que cientos de soldados habían tomado los barrios. Las mujeres dieron la voz de alarma. El gobierno de Versalles había encargado al general Vinoy que sus hombres desmantelaran una serie de cañones apostados en esos barrios para defender París del asedio prusiano. En ese momento estaban controlados por la Guardia Nacional, milicias populares con una gran presencia de elementos revolucionarios, en quien Thiers no confiaba en absoluto. Los ciudadanos vieron la retirada de la artillería como una afrenta y una provocación.

Quizá, si la operación hubiera estado mejor organizada, no hubiera ocasionado el estallido revolucionario. El gobierno quiso hacerlo con nocturnidad y alevosía, pero cuando los soldados llegaron a la posición de los cañones en plena madrugada fueron conscientes de que la logística había fallado: no tenían caballos para cargar con ellos. Este error provocó el retraso y que los habitantes de los barrios populares descubrieran la traición.

Insurrección del 18 de marzo según una representación contemporánea. Wikimedia Commons.

Como en los tiempos de la Revolución, las mujeres fueron la punta de lanza del motín. No solo alertaron a sus maridos e hijos de lo que sucedía, sino que fueron las primeras que se encararon con los soldados y sus mandos. Los reclutas pronto demostraron que no tenían la menor intención de luchar contra los vecinos y, aunque los generales ordenaban disparar, la mayoría giró sus fusiles en señal de confraternización. En Montmartre, el general Lecomte ordenó por tres veces a su tropa que abrieran fuego, pero nadie secundó la orden. Una de las mujeres que presenció la escena gritó: «¿Vais a disparar contra nosotros? ¿Contra vuestros hermanos? ¿Contra nuestros maridos? ¿Contra nuestros hijos?».

La rebelión se extendió barrio a barrio y los insurrectos ocuparon los principales centros de gobierno de la ciudad como el Hôtel de Ville, donde el Comité Central de la Guardia Nacional ─que reunió el poder durante el levantamiento─ montó su cuartel general. Algunos mandos del ejército que participaron en el intento de robo de los cañones, como el propio Lecomte o Clément-Thomas, general reconocido como uno de los represores de la revolución de 1848, fueron fusilados en medio del fervor popular.

París estaba fuera de control. Thiers, refugiado en Versalles, ordenó que funcionarios, policías y miembros del gobierno la abandonaran. La estrategia del Ejecutivo era repetir la llevada a cabo en 1848: retroceder para reorganizar el ejército, lanzar una ofensiva contra la capital para tomar las murallas y luchar barrio a barrio hasta recobrar el poder absoluto.

Guardias nacionales en una barricada de Belleville el 18 de marzo de 1871. Wikimedia Commons.

De repente, París fue libre. La mayor parte de la élite económica y social de la ciudad había huido durante el asedio prusiano y, ahora, muchos de los que se habían quedado le siguieron. Las clases populares tomaron los barrios a los que antes solo podían acceder como criados o sirvientes de las familias acomodadas. Nada de lo que ocurrió a partir de entonces se puede entender sin el factor del odio de clase. Un buen ejemplo de este desprecio nos lo presta la descripción que hizo el escritor Edmond de Goncourt sobre los primeros días de la insurrección:

«Difícilmente se soportan sus rostros estúpidos y viles, que el triunfo y la embriaguez han imbuido de una especie de abyección radiante […]. Por el momento, Francia y París están bajo el control de los obreros […]. Las cohortes de Belleville se aglomeran en nuestros bulevares […]. El gobierno está pasando de las manos de los que tienen a las manos de los que no tienen […]. ¿Es posible que en los grandes cambios que subyacen bajo la ley aquí en la tierra vayan a ser los obreros para las sociedades modernas lo que fueron los bárbaros para las sociedades antiguas, agentes convulsos de disolución y destrucción?»

No todos los burgueses habían abandonado París y pronto comenzaron la oposición interna. La prensa conservadora publicó fuertes críticas al Comité Central, al que tildaban de ilegítimo. En sus propuestas a Versalles, los insurrectos habían exigido el ansiado autogobierno de la ciudad y organizaron unas elecciones municipales que fueron contestadas por diversas manifestaciones de opositores al Comité los días 21 y 22 de marzo. En ellas se produjeron enfrentamientos con miembros de la Guardia Nacional afectos a la Comuna que dejaron algunos muertos.

Finalmente, los comicios tuvieron lugar el 26 de marzo. El día anterior, el Comité Central publicó un edicto en el que manifestaba su intención de echarse a un lado tras la elección del Ayuntamiento comunal. La participación no llegó al 50% del censo. La explicación a este fenómeno hay que buscarla en la cantidad de población que se encontraba fuera de París: desde los soldados apresados por los prusianos hasta aquellas personas que habían huido por el asedio y la insurrección del 18 de marzo, sin olvidar, claro, la cantidad de fallecidos que había ocasionado la guerra. El triunfo de las candidaturas favorables a la Comuna quedó claro al alcanzar el 83% de los votos emitidos. Los resultados evidenciaron que las clases populares de París habían tomado el control.

La constitución del Consejo General de la Comuna no fue un proceso sencillo. En principio iban a ser elegidos 92 representantes, pero finalmente acabaron siendo 79. La mayoría de ellos eran trabajadores y pequeños burgueses con una tremenda heterogeneidad política: había jacobinos, proudhonistas, blanquistas y socialistas de la Internacional. Diferían en muchos aspectos, pero coincidían en el desprecio hacia el gobierno de Thiers y en la necesidad de que París contara con autonomía política.

El 28 de marzo el Comité Central traspasó formalmente el poder al Consejo. Los habitantes de la ciudad desbordaban alegremente París y el nuevo poder adoptó una serie de medidas que facilitó la toma simbólica de la ciudad. Se abrieron al público el palacio de las Tullerías y sus jardines, en los que se celebraron conciertos y banquetes populares; uno de los mayores símbolos de la Monarquía pasaba a manos del pueblo.

Durante los días de la Comuna se decidió derribar la Columna Vendôme porque se consideraba un monumento al militarismo y al colonialismo. Wikimedia Commons.

La tradición revolucionaria francesa fue ampliamente reivindicada en los días de la Comuna. Se recuperó la bandera roja, nacida en la revolución de 1789, y se contrapuso a la tricolor que se consideraba reflejo de la burguesía. Pero no todo fue simbólico, la Comuna elaboró un impresionante programa social que transformó la capital francesa durante el poco tiempo que pudo aplicarse. Las primeras medidas tenían el objetivo claro de paliar la delicada situación económica de la mayor parte de la población, cuyas carencias sistémicas se había visto agravadas por la guerra con Prusia. Se controlaron los precios de los productos básicos y se fijó el precio del pan, bien que, además, fue distribuido mediante bonos para los más necesitados. Las viudas e hijos ─legítimos o no─ de los guardias nacionales caídos recibieron pensiones como primer paso de una nueva realidad económica, cuyas medidas estrella fueron la prórroga en los plazos de pago de las deudas y la devolución a sus legítimos propietarios de aquellos objetos empeñados en los montes de piedad. La Comuna mantuvo un interés especial en cambiar la realidad inmobiliaria de París: se prohibieron los desahucios, se expropiaron viviendas vacías y se ampliaron los plazos para pagar los alquileres. Por primera vez, París tenía un gobierno que miraba por su población más vulnerable.

La Comuna quería crear un nuevo modelo social, democrático, igualitario y autogestionado, y romper con el pasado en todos los aspectos. Su ideal era convertir Francia en una república dividida en comunas autónomas fundamentadas en las libertades personales y municipales que acabara con el despotismo y el centralismo, basada en la unión libre de las comunas, sin imponer su modelo.

La idea de la democracia directa impregnó la corta vida de la Comuna en cotas muy elevadas y transformó la sociabilidad de la ciudad. En las calles y plazas era común encontrarse con asambleas improvisadas para discutir sobre cualquier aspecto de la vida diaria. Esta nueva visión de la vida mejoró notablemente las relaciones entre vecinos, con una mayor solidaridad y comunicación que se reflejaron en la creación de cientos de grupos políticos que utilizaban las iglesias para sus reuniones ─la Comuna propugnaba una férrea separación Iglesia-Estado─. Igualmente, conscientes de la importancia del acceso al trabajo para obtener una independencia económica que facilitara la libertad de los trabajadores, el Consejo diseñó un plan de choque contra el desempleo. En primer lugar, se abolieron las empresas imperiales de trabajo temporal y se sustituyeron por oficinas de empleo en cada distrito en las que los habitantes podían apuntarse según su profesión. El objetivo no era solo que el obrero consiguiera un trabajo, sino que fuera digno. Para ello, se redujo la jornada laboral, se buscó erradicar la explotación infantil y que los beneficios se repartieran entre los trabajadores. Al mismo tiempo, se tomaron medidas para facilitar la conciliación familiar mediante la creación de comedores y guarderías municipales.

Barricada de la plaza Blanche, defendida por mujeres, durante la semana sangrienta. Wikimedia Commons.

En este sentido, la Union de Femmes, uno de los clubes políticos más populares y la mejor expresión política femenina de la Comuna, propuso expropiar y reabrir los talleres que habían sido abandonados durante el asedio o tras la huida de sus dueños el 18 de marzo. Sin embargo, fue otro proyecto que el avance del asedio interrumpió. La influencia del proudhonismo evitó que las mujeres pudieran ser electoras y elegibles para los cargos políticos de la Comuna, pero esta no se puede entender sin su papel. Conscientes del origen de su explotación vieron una oportunidad de cambiar su vida y consiguieron importantes avances como el reconocimiento de los hijos ilegítimos, el derecho al divorcio acompañado de una pensión de manutención o la prohibición de la prostitución. La prensa conservadora demostró un furibundo desprecio hacia estas mujeres luchadoras y las convirtió en caricaturas de mujeres encolerizadas. En la represión posterior a la caída de la Comuna, muchas de ellas sufrieron horripilantes castigos como medida de escarmiento para quienes luchaban por una sociedad más igualitaria.

Odio de clase

El 22 de marzo la Asamblea Nacional se reunió en Versalles de forma secreta para decidir cómo actuar ante la insurrección parisina. Los diputados, enfadados y humillados, exigían a Thiers que llamara a filas a voluntarios de provincias para defender «el orden y la sociedad». El presidente estaba reorganizando las fuerzas leales, pero expuso claramente su plan: dejar que la Comuna actuara mientras tanto para así justificar una sangrienta represión que acabase de raíz con el problema «del comunismo» eliminando físicamente al enemigo. Como defiende John Merriman fue la Asamblea la que se rebeló contra el pueblo de París y no al revés. Mientras la Comuna daba sus primeros pasos, el gobierno de Versalles se preparaba para lo que entendían que era una guerra de clases. La élite francesa se sentía deshonrada; tras la desastrosa derrota contra los prusianos, la insurrección de la chusma de París fue la gota que colmó el vaso. Debían restituir el honor de su clase y demostrarles quién mandaba.

Thiers consiguió rápidamente unos 130 000 soldados entre voluntarios del entorno rural y soldados liberados por Bismarck, a quien le interesaba poner fin de forma expeditiva a la rebelión. Pronto sitiaron la ciudad y cortaron toda comunicación de París con el exterior para dificultar su defensa. Por su parte, la Comuna solo contaba con la fuerza real del pueblo parisino en armas, incluidas mujeres y niños. En los primeros días de abril empezaron los enfrentamientos, cuando una fuerza insurrecta decidió marchar hacia Versalles. Fueron masacrados y se vislumbró la fuerza de la represión en el fusilamiento de todos los prisioneros. La situación dentro de la ciudad era desesperada: los prusianos controlaban los accesos del norte y el este mientras las fuerzas del Gobierno de Versalles avanzaban por el sur y el oeste. Los enfrentamientos en el interior del Consejo se multiplicaron y el 1º de mayo se aprobó la creación del Comité de Salud Pública para luchar contra las fuerzas contrarrevolucionarias y crear un poder fuerte que dirigiera la defensa. El sueño de la democracia directa fue vencido por las armas.

Sin embargo, el avance del ejército de Thiers parecía imparable. Contaban con una mayor fuerza, con los sabotajes de los quintacolumnistas y con los grandes bulevares del nuevo París. El 21 de mayo entraron definitivamente en el centro de la ciudad a través de los barrios burgueses del oeste, donde los recibieron colaboradores tocados por la tricolor que delataban a sus vecinos afectos a la revuelta. Empezaba la semana sangrienta. Día a día, avanzaron sin encontrar mucha resistencia. Los communards se replegaban hacia las estrechas calles de los barrios del este, cuyos habitantes eran férreos defensores de la Comuna y expertos en barricadas. Para retrasar el avance de las tropas, prendieron fuego a muchos edificios, especialmente a aquellos que mejor representaban el despotismo del Antiguo Régimen, como el palacio de las Tullerías, que fue pasto de las llamas.

La resistencia fue feroz, se luchaba en cada calle, barricada a barricada, pero la mayor fuerza del ejército inclinó la balanza. La burguesía parisina llevó a cabo una venganza despiadada; no valía el perdón y todo prisionero debía ser fusilado. Nos es imposible conocer el número de asesinados ─las cifras varían entre los 5000 y los 100 000─, pero, en todo caso, fue una carnicería. La Comuna representó un desafío al poder de la burguesía y pagó caro su atrevimiento. Los generales franceses utilizaron las brutales tácticas de castigo que construyeron el imperio colonial en las calles de su propia capital, en un intento de resarcirse de la humillación prusiana y defender sus privilegios. Como dejó escrito Thiers: «El suelo está sembrado de sus cadáveres; este horrible espectáculo servirá de lección».

Cambiar el urbanismo para controlar al pueblo
Las obras públicas fueron fundamentales para la mejora económica del reinado de Napoleón III, pero hay una que destaca por encima de todas. La burguesía despreciaba el centro histórico de París por su trazado irregular y estrecho; no solo quedaba lejos de su ideal de belleza, sino que suponía un quebradero de cabeza a la hora de controlar los continuos motines de las clases populares por la ventaja que ofrecían las calles angostas para defender barricadas con facilidad. El emperador mató dos pájaros de un tiro y organizó una reforma total: encargó al arquitecto Georges Haussmann la construcción de la capital imperial que Francia merecía. Se abrieron grandes bulevares y se levantaron lujosos edificios, lo que provocó un cambio en el tipo de vecino que podía permitirse vivir en los nuevos barrios. Los nuevos bulevares contribuyeron a que las tropas marcharan y maniobraran con mayor rapidez y facilidad, como comprobaron los communards en sus propias carnes. Fue entonces cuando se creó el elegante París que conocemos hoy, a la vez que se expulsó a las capas más pobres hacia las barriadas del este con los elevados precios. Quizá el más exitoso caso de gentrificación de la historia.

Para ampliar:

Ceamanos, Roberto, 2021: La Comuna de París. 1871, Madrid, Libros de la Catarata [1ª edición de 2014].

Lissagaray, Prosper-Olivier, 2021: Historia de la Comuna de París de 1871, Madrid, Capitán Swing [original en francés de 1896].

Merriman, John, 2017: Masacre. Vida y muerte en la Comuna de Paris de 1871, Madrid, Siglo xxi editores [original en inglés de 2014].

Talbot, Mary M. y Talbot, Bryan, 2020: La virgen roja, Barcelona, ediciones La Cúpula [original en inglés de 2016].

Director de Euxinos. Licenciado en Historia y Humanidades por la Universidad de Huelva y Máster en Estudios Históricos Avanzados por la Universidad de Sevilla.

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