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Edad Moderna

Comprensión, sentires y experiencias de la locura. La insania en la España del siglo xviii

La comprensión de la locura estuvo condicionada en la Edad Moderna por el pensamiento grecolatino recuperado por el Humanismo, al tiempo que el Estado dispuso de una red hospitalaria que ofrecía cuidados a los dementes. La insania era entendida por la sociedad de la época como una enfermedad de síntomas físicos y que se relacionaba con el régimen de vida de cada individuo. Así, los remedios empleados para su tratamiento poseían un impacto directo sobre aspectos como la alimentación o vida diaria de la persona afectada. No obstante, el delirio que acompañaba las fiebres y convulsiones concedió a las personas locas un complejo estatus que los situaba en un punto complejo entre el niño, el santo y el enfermo.

En los últimos días del verano de 1765, María Palomino, vecina de Chauchina, en Granada, recorre las calles desnuda, su ropa yace a jirones desperdigada por el suelo. Su marido, Francisco Romero, se siente incapaz de gestionar la situación con los pocos recursos de los que dispone y decide recurrir a la institución que mejor puede socorrerle: el Hospital Real. Allí entrará como loca furiosa. Este es uno de tantos testimonios recogidos en la documentación de la Casa de Locos de la institución. Acerquémonos a la historia de la locura.

La locura ante la medicina en la Edad Moderna

Extracción de la piedra de la locura (El Bosco, 1494). Wikimedia Commons.

El estudio de la insania y de las personas locas a lo largo de la historia parte de la problemática de la comprensión misma de la enfermedad. A medio camino entre la dolencia médica y la marginación social, los locos vivieron sus vidas en un mundo que nunca llegó a comprenderlos del todo. En el siglo xviii su imagen estaba estrechamente unida a la forma en la que la medicina, con sus respectivas corrientes de pensamiento, la abordó. La insania fue concebida como fruto de una descompensación de los líquidos internos o por la aparición de materias tóxicas en el organismo, como el azufre. La influencia grecolatina, con Hipócrates y Galeno como autores fundamentales, era más que notoria. Las causas de la enfermedad podían provenir de factores internos en cada individuo, como la herencia familiar, o bien de elementos ajenos a su naturaleza, lo que Galeno definió como los sex res non naturales. Se trataba de seis elementos que tenían la capacidad de aportar salud o deteriorarla considerablemente: la alimentación y la bebida, el ejercicio, el sueño, las pasiones del ánimo, al ambiente y las excreciones. Mantener un régimen de vida equilibrado era esencial para conservar la salud. Asimismo, también se creía que los astros ejercían una poderosa fuerza sobre las personas y la constelación o el signo bajo el que habían nacido condicionaban su vida y, por ende, el tratamiento a aplicar. Surgió así la creencia de que determinadas personas parecían estar irremediablemente sentenciadas a padecer la locura.

Bajo el término de locura se recogieron una gran variedad de enfermedades, siendo dos los tipos más populares en los que la insania se diagnosticaba. El primero de ellos era la melancolía, una demencia de tono depresivo que se caracterizaba por una imaginación desatada, la obsesión y la tristeza. Dentro de ella había múltiples variantes: la hypocondríaca, cuando afectaba la zona de los hipocondrios; aquella histérica, asociada a los espasmos y agitaciones corporales; u otras variantes como la demoníaca o la licantrópica, donde el sufriente se creía poseído o convertido en lobo. El otro más común fue el frenesí, de tono violento y muy peligroso. Los frenéticos tenían una solución complicada, si aparecía esta enfermedad la muerte no tardaba en llegar.

Claudio Galeno según una litografía del siglo XIX. Wikimedia Commons.

Galenismo
Doctrina médica originada en el siglo iii por el médico griego Galeno y recuperado por el Humanismo, con vigencia hasta bien entrado el siglo xviii. Síntesis del pensamiento grecolatino previo, especialmente a partir de autores como Aristóteles e Hipócrates, el galenismo defendía la conformación del organismo humano a partir de cuatro líquidos corporales (humores): sangre, flema, bilis y melancolía. A cada uno de ellos se atribuía un carácter húmedo o seco y caliente o frío, que a su vez se correspondía con los cuatro elementos de la naturaleza (sangre/aire, melancolía/tierra, flema/agua, bilis/fuego). De su equilibrio venía la salud y, por ende, para curar la enfermedad era necesario reestablecer su mesura. A lo largo del siglo xvi y xvii  a medida que avanzó el estudio de la anatomía y la fisiología humana las teorías grecolatinas fueron perdiendo vigencia frente al surgimiento de nuevas doctrinas, como el mecanicismo del neerlandés Herman Boerhaave; no obstante, el influjo de ciertos elementos —los regímenes de vida y la teoría de los sex res— continuó muchos años en el tiempo.

La locura hospitalizada

Para la gestión de estos enfermos la iniciativa estatal diseñó una compleja red hospitalaria combinada con la asistencia privada y presencia de determinadas órdenes religiosas. Los primeros centros fueron los hospitales de Valencia, Zaragoza, Sevilla y Barcelona, seguidos de otros como los de Toledo y Granada, todos ellos en el siglo xv y los primeros años del xvi.

Estos espacios ofrecieron tratamiento a los dementes junto a muchos otros tipos de enfermos. Tal fue el caso del Hospital Real de Granada, en el que los locos compartían techo con enfermos de mal gálico y otras dolencias varias (aunque en espacios separados). En todo caso, a lo largo del siglo xviii muchas de estas instituciones pasaron a absorber a un cajón de sastre de marginados. El gobierno borbón promovió una fuerte concentración de los espacios asistenciales como parte de la lucha contra la ociosidad fomentada por el pensamiento ilustrado. Pobres de todas las edades y sexos, expósitos y enfermos fueron gestionados por el mismo centro.

Hospital Real de Granada ©José Luis Filpo Cabana/Wikimedia Commons.

Pese a las particularidades de cada hospital, todos ellos compartían una estructura y unos ritmos de vida comunes. Bajo el nombre común de hospital de inocentes o el menos canónico casa de locos eran recogidos los enfermos y separados por sexo en el departamento de hombres y el de mujeres. A esta división se unía la de aquellos más agresivos, enjaulados, y los menos problemáticos a los que se permitía una cierta libertad por los terrenos del hospital. A su cargo estaba un alcaide de locos, una figura de carácter disciplinario que debía velar por su control y su vigilancia. Un médico visitaba el departamento de dementes un par de veces al día, comprobando su salud y recetando las medicinas necesarias. Por último, un capellán actuaba como garante de su bienestar y la corrección de malos tratos por parte de otros oficiales de la institución.

Una mala vida
Las reuniones semanales de la junta regente del hospital sumadas a las inspecciones que realizaban delegados de la Corona a estas instituciones alumbran el conocimiento de la vida diaria en los espacios hospitalarios. En este sentido, conviene señalar que tanto hombres como mujeres seguían los mismos ritmos de vida, teóricamente. Recibían tres comidas al día, conocidas como la olla de los locos en Granada, con gran peso de vegetales y leguminosas. El valor de la carne la hacía escasear. Otro aspecto muy interesante es el vestido: unas calzas, pantalones y camisa eran la norma para los meses más suaves, reforzándose en las estaciones de mayor frío. No obstante, alimentación y vestido fueron los aspectos sobre los que se producían las mayores malversaciones, con el consiguiente impacto en la salud de los enfermos. Un último elemento que quiero remarcar es la presencia de jardines y huertos destinados a la recuperación de los locos asilados. El ejercicio y el trabajo físico compartían lugar dentro de la terapéutica recomendada para la insania.

Perder el juicio: proceso y reacciones

Detalle de Alegoría con Venus y Cupido de Agnolo Bronzino (1540-45). Wikimedia Commons.

Es momento de hacer un ejercicio de retrospección histórica para mostrar qué sucedía cuando una persona caía enferma de locura. Si como señalé previamente, el régimen de vida de un individuo podía hacerlo enfermar, la locura parecía ir precedida por una vida particular, ya fuera especialmente laxa y gozosa, como temerosa o envuelta en profundas reflexiones. Siguiendo la doctrina de Aristóteles, el exceso siempre era fatal. La insania poseía durante el Antiguo Régimen un marcado carácter físico, su sufrimiento traspasaba la psique del individuo para reflejarse vívidamente en su aspecto y su comportamiento. Claro, dependiendo del tipo de manía —nombre por el que también se conocía la locura— aparecían unas señales u otras. Así introducía el monje cisterciense y académico de la Real Academia Matritense fray Antonio José Rodríguez (1749) las variedades de la insania:

«La melancolía maníaca, o manía melancólica […] consiste en demencia triste por lo común; la manía tal, o locura, en una demencia, unas veces universal, otras veces determinada, pero siempre por lo común con furor, descompostura, y acciones de ferocidad; y esto mismo es el delirio, si se exceptúa lo que pertenece a furores, conteniéndolo en descomposiciones de la mente, por lo común alegres.»

En este punto conviene establecer una clara diferencia entre aquellos enfermos que no podían seguir los ritmos de la comunidad y aquellos que, pese a su dolencia, estaban integrados en el día a día. En los pleitos dirimidos a través de la Real Chancillería de Granada pude comprobar cómo eran numerosos los locos que trabajaban en el campo o como ayudantes en diversas tareas, sin encadenamientos y con una vida relativamente libre.

Cuando llegaba la enfermedad el núcleo familiar o social del afectado se debía ver ante una potente diatriba  que se resolvía a través de un mecanismo tan lógico como humano. La entrada en el hospital se producía por medio de una petición del entorno del demente y que reflejaba el agotamiento físico de mantener a esta persona. En el caso de Granada, la fórmula de «por no poderlo sujetar» era muy común en estos testimonios. Lo cierto es que los manicomios han pasado al imaginario colectivo como lugares de represión por influencia del pensamiento foucaultiano y la antipsiquiatría, no obstante, la realidad en los centros españoles del xviii era muy diferente. La política borbónica impulsó desde mediados del siglo —y especialmente con Carlos III— una serie de medidas destinadas al control de las clases consideradas ociosas. Pobres y mendigos fueron recogidos en los hospicios antes mencionados para convertirlos en una clase productiva para con el Reino. Forzados a trabajar en las fábricas y terrenos de la institución, parece dejarían de ser un problema para los ilustrados. Dentro de la tipología de marginados se ha considerado a las personas locas como parte fundamental. Sin embargo, poco interés mostraron las autoridades por el control de este grupo. La petición de ingreso se elevaba a la junta que dirigía el centro, encargada de aceptar al demente. Una vez dentro la familia se comprometía al pago de la cifra de tres reales diarios (para el caso de Granada), una cantidad elevada para la época  que prácticamente igualaba el sueldo diario de un jornalero. Si el pago no llegaba puntualmente se amenazaba con la expulsión de la persona sin miramientos. La obligatoriedad del pago no se relaciona con unas condiciones de lujo; las inspecciones a estos centros revelan una situación cuanto menos complicada o, muchas veces, terrorífica. Los castigos físicos y la violencia sexual sobre las mujeres eran elementos muy comunes, así como la falta del abrigo apropiado paras los momentos de frío o una dieta deficiente fruto en gran parte de los robos del alcaide de locos.

No es extraño que dada esta situación muchas familias optaran por un cuidado doméstico. Evitar los malos tratos, asistir de forma más cercana al enfermo o no poder permitirse el pago de las costas de mantenimiento eran posiblemente algunos de los motivos más habituales para conservar en el domicilio al demente. No podemos olvidar el factor de la vergüenza social. Ocultar en una habitación cerrada al loco o en una celda del convento, en el caso de una congregación, fueron medidas comunes para aislarlo de la sociedad.

Remedios para la insania

Respecto al tratamiento de la locura debemos entender que los remedios empleados partían de la premisa de calmar el organismo sufriente y lograr una estabilidad. Curar la locura no se esperaba. Así, si la insania llegaba por efecto de una vida disoluta y una descomposición de los líquidos internos para recuperar el equilibrio era necesario poner en marcha un nuevo estilo de vida. Los medicamentos jugaban un papel fundamental en esta lucha, así las boticas de la época recogieron sustancias simples, elementos sin preparación, como mezclas de otros, los llamados compuestos. Estas eran sustancias de origen vegetal, mineral o animal. Las infusiones, emplastos y cataplasmas eran muy socorridos para el tratamiento de todas las especies de locura, destinados a aliviar el exceso de temperatura y las convulsiones del paciente. Si leyéramos el recetario de un médico del siglo xviii fácilmente encontraríamos agua de borrajas, alcanfor o el aceite de almendras para el tratamiento de una persona melancólica. Pese a que las especies de locura eran abrumadoras en número, el tratamiento farmacológico iba en su mayor parte destinado a sosegar al paciente y lograr un estado de reposo. Todo ello en la línea de la representación común de la locura como un mal por lo general incurable. Así las sustancias de naturaleza opiácea y calmante eran las más comunes, al igual que las sangrías y bebedizos que purgaran el organismo, aunque estos últimos métodos estaban muy cuestionados por su dureza.

La dimensión farmacológica del tratamiento de la locura compartía lugar con la acción sobre la vida del enfermo. Para los frenéticos era complicado actuar de otra forma que no fuera a través de golpe de medicamento puesto que apenas se podían controlar; pero para las personas aquejadas de melancolía era recomendable poner en marcha una terapia holística que abarcara todos los espectros de su vida: una dieta cuidada, las diversiones con amigos eran muy provechosas, también la música alegre y los paseos por la naturaleza. Existía, a su vez, un cierto consenso sobre el éxito de un tratamiento dialéctico para sacar al enloquecido de sus delirios. Para aquellos dolientes que estuvieran sumidos en profundas fantasías —según se deterioraba la creencia en la brujería a lo largo del siglo xviii se potenciaba la configuración de la bruja como demente— parece que era posible devolverles la razón introduciéndose en su fantasía y poco a poco acercarlos a la realidad. Un buen ejemplo de ello es que si el enfermo se creía hechizado se le mostraba cómo por medio de otro hechizo habían conseguido quitarle el mal.

Patio de la Capilla. Hospital Real de Granada ©José Luis Filpo Cabana/Wikimedia Commons.

Locura y estatus social

La persona loca siempre tuvo una consideración social compleja. Su dolencia lo catalogaba como enfermo y como tal era recogida en los libros y tratados de medicina junto al resto de enfermedades que asolaban a las sociedades antiguas. Fruto del delirio que los afectaba era necesario que un familiar o persona de confianza fuera designada como su tutor, al cuidado de sus rentas y su propia vida. En este sentido, su consideración social quedaba más próxima a la de los niños que a la de otros adultos. Era precisamente este trastorno el que, por otro lado, concedió a algunos tipos de locura un gran atractivo. Surgió el estereotipo del melancólico como artista de grandes cualidades concedidas por su mal.

Kate, la loca (J. H. Füssli, 1806-07). Wikimedia Commons.

La locura fue construida por la medicina como una enfermedad con un marcado carácter social o que, al menos, su padecimiento venía determinado por la jerarquía social de la persona afectada. La estratificación de las enfermedades por clases sociales se acentuó a lo largo del siglo xviii conforme obras de medicina doméstica fueron logrando una gran popularidad. Autores como Diego de Torres Villarroel, Samuel-Auguste Tissot o William Buchan publicaron textos que se convirtieron en grandes éxitos y que iban destinados a divulgar los conocimientos médicos. Tanto en la medicina más académica como en esta de afán popular se configura una imagen de la insania donde según las actividades que cada persona realizara y su clase social podía estar más abocado a sufrir un tipo u otro de locura. Aquellos poderosos y literatos debían temer por la melancolía, pero las gentes del campo parecían estar mucho más dispuestas al sufrimiento del frenesí o una manía furiosa. La melancolía se envolvió de un tono trágico y fantástico desde el que era posible amplificar la sensibilidad propia, frente a un frenesí marcado por su agresividad y brutalidad. No obstante, sobre su consideración siempre pesó el estamento en el que el sufriente se encontraba, mucho más que el tipo de locura que padecía. Es incomparable el estatus de Fernando VI, cuando enfermó de melancolía, con el de un paciente cualquiera del Hospital de Inocentes de Granada. Aun así, la condición de loco adjudicada pasaba a convertirse en la nueva identidad del enfermo y es aquí donde entraban todos los aspectos que he ido señalando hasta ahora, como el de la necesidad de nombrar a un tutor o la forma en que era tratado por su comunidad. El grado de marginación asociado a la condición de demente iría pues directamente relacionado con la posición social de esa persona. Desde el momento en que una persona era certificada como demente la credibilidad de su juicio le era arrebatada y, por tanto, su opinión quedaba absolutamente descalificada. Este hecho afectaba no tanto durante el padecimiento de la insania —proceso que, como hemos visto, podía estar cargado de violencia— como en el momento de la sanación o cuando el ya sanado exdemente deseaba volver a ser reintegrado en su comunidad. Son numerosos los pleitos que orbitaron en torno a este aspecto de la enfermedad, la salida de ella parecía ser, paradójicamente, mucho más complicada que su entrada. El título de tutor era muy jugoso al recibir la hacienda del enfermo, una posición más que interesante; también al ser catalogado como tal no podía competir dentro de la escala académica o eclesiástica, una carta muy útil sí se quería invalidar a un posible rival. He visto en numerosos contenciosos cómo el estigma de enfermo se activaba en el momento en que el doliente salía del hospital y bloqueaba las aspiraciones de reintegración que pudiera tener la persona. La sociedad del Antiguo Régimen disponía de un espacio para el loco, pero no para el que había sanado.

Grabado representa reclusos en el Hospital Real de Bethlem, considerado el primer hospital psiquiátrico. Wikimedia Commons.
San Juan de Dios (Bartolomé Esteban Murillo, ca. 1672). Wikimedia Commons.

¿Melancolía o mística?
Uno de los personajes más conocidos en la historia de Granada es el santo lisboeta san Juan de Dios. Este personaje, que formó la orden homónima dedicada al auxilio de los marginados, acudió a la ciudad en 1538 como librero y al escuchar un sermón del padre Juan de Ávila sufrió una fuerte epifanía. Arrastrado por los suelos y tras destruir su puesto de libros recorrió las calles de la ciudad semidesnudo y clamando al cielo por su perdón. La reacción de los granadinos fue llevarlo hasta el Hospital Real donde ingresó como demente, fuertemente azotado por no cejar en sus desvaríos místicos. Las hagiografías reconstruyeron este episodio en clave de martirio, pero, lejos de la teología, los tratados médicos de la época recogieron la presencia de determinadas especies de insania directamente relacionadas con el mundo religioso. El toque de Dios y la descomposición del juicio bien podían confundirse. Así parece que las excesivas contemplaciones, el silencio y el trabajo intelectual trastocaban el organismo de los religiosos, sumiéndolos en lo que se conocía como una melancolía religiosa.

La sombra de la locura

La locura fue concebida por la sociedad del siglo xviii como una enfermedad con un marcado carácter social. El delirio estaba acompañado por síntomas vívidos sobre el cuerpo del enfermo y que se relacionaban con la concepción múltiple de la insania en todas las caras vistas, así como con la vida que llevaba el enfermo. Los poderes de la época elaboraron una red asistencial que ofrecía el control de los dementes a las comunidades bajo pago y donde, a su vez, se trataba de estabilizar a los pacientes. La sanación de la locura siempre tendió a ser un imposible, así los tratamientos buscaron apaciguar a los enfermos. Lejos de marcos teóricos y reflexiones sobre la concepción médica de la insania, esta imprimió un fuerte estigma sobre aquellas personas que la vivieron. Una sombra que siempre planearía sobre ellos.

Casa de locos (Francisco de Goya, 1812-1819). Wikimedia Commons.

Para ampliar:

Porter, Roy, 2003: Breve historia de la locura, Madrid, Turner.

Scull, Andrew, 2013: La locura: una breve introducción, Madrid, Alianza Editorial.

Tropé, Hélène, 2011: «Los tratamientos de la locura en la España de los siglos xv al xvii: el caso de Valencia», Frenia 11, 1, pp. 27-46.

Doctor en Historia especializado en historia de la locura en el siglo XVIII e interesado en la historia cultural y social. Compagina sus investigaciones con el estudio de la relación entre la historia y la cultura audiovisual.

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