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La Escuela del río Hudson. Cómo crear una identidad nacional a través del arte

Durante gran parte de la historia, la pintura de paisaje en el arte occidental quedó relegada a un segundo plano, a actuar como un marco espacial dentro de obras en las que destacaban otros elementos… hasta que llegó el siglo xix. Los pintores estadounidenses ligados a la Escuela del río Hudson readaptaron las ideas románticas venidas de Europa y se inspiraron en la naturaleza salvaje para crear un relato autodefinitorio sobre su propia identidad nacional.

¿Qué es la Escuela del río Hudson?

Bajo esta denominación se reúne a los pintores estadounidenses que, entre 1825 y 1875, pusieron en valor la pintura de paisaje, situándola como referencia y como seña de identidad nacional frente a las corrientes europeas. A pesar de ser reconocidos popularmente por este término, sus miembros nunca lo usaron, ya que apareció a finales de siglo (1879), en su decadencia, acuñado por un crítico de arte de una manera un tanto peyorativa para contraponer la vieja y la nueva escuela de pintura de paisaje americano. Podemos distinguir dos grandes generaciones de artistas: aquella anterior a 1835 —autodidacta, precursora de la pintura de paisaje y fomentada por la National Academy of Design— y la formada por jóvenes artistas que volvieron a Estados Unidos influenciados por nuevas corrientes artísticas tras viajar por Europa. En esos momentos, las perspectivas de patrocinio para ellos no estaban muy claras, por lo que buscaron afianzarse a través del reconocimiento académico de la escena neoyorquina. Dentro de este grupo encontramos nombres tan reconocidos como Albert Bierstadt, Frederic Church, Asher Durand, Sanford R. Gifford o Thomas Worthington Whittredge .

Mañana soleada en el río Hudson (Thomas Cole, 1827).

Sus preceptos generales no se asentaban sobre una base teórica única, pero sí compartían algunos rasgos generales: bien sea en territorio estadounidense o en el resto del continente, la pintura de paisaje es la referencia pictórica de todos ellos, con un estilo resultanteo de una estética híbrida entre lo ideal y lo real; transmiten una imagen atractiva de sí mismos como americanos; comparten una identidad política, pues la mayoría participó de ese relato nacional autodefinitorio; y reflejaban los deseos de verdades morales y espirituales universales. Igualmente, se introduce una nueva manera de entender la naturaleza y el arte, representar los entornos naturales requería vivir la experiencia in situ, con esfuerzo físico para llegar hasta los lugares escogidos y una buena recopilación de bocetos y detalles. Entre 1855 y 1861, en plena época de apogeo de la categoría de pintura de paisaje, nació y se desarrolló el que sería el altavoz de la Escuela del río Hudson, The Crayon, una publicación que servía como medio para difusión de los artistas y para dar a conocer publicaciones especializadas.

Octubre en las Montañas de Catskill (Sanford Robinson Gifford, 1880).

La primera figura relevante de este movimiento es Thomas Cole (1801-1848). De origen británico, Cole está considerado como uno de los precursores de la pintura de paisaje en Estados Unidos. Además de su trabajo como pintor, también escribió poesía y textos donde plasmó sus teorías artísticas. En 1825 realizó sus primeras excursiones a las montañas Catskill y Adirondack (Nueva York), y a los alrededores del río Hudson, paisajes que se convirtieron en los protagonistas de muchas de sus obras. Fruto de estos viajes escribió Ensayo sobre el paisaje americano (1836), donde recogió descripciones y bocetos con detalles realistas de cada uno de los elementos que componían el paisaje. Aunque Cole no obviaba la realidad del medio que observaba, sí le otorgaba cierto idealismo intentando transformar lo sublime romántico en un elemento que evocara sentimientos de la parte más horribilis de la naturaleza; es decir, un tronco hueco o una rama rota evocarían un rayo o una fuerte tormenta, aunque en la escena que se representa brille un sol de justicia.

Vista desde el monte Holyoke, Northampton, Massachusetts, después de una tempestad (El meandro) (Thomas Cole, 1836). Metropolitan Museum of Art.

Thomas Cole fue el miembro de Hudson más cercano a las teorías puramente románticas. Una de sus aportaciones teóricas fue la reinterpretación de términos como lo sublime o lo imaginado a la corriente artística que se estaba desarrollando en Estados Unidos; lo sublime ya no se entendía como algo que asombraba, sino que tenía una fuerte connotación moralista cristiana, donde se representaba la naturaleza inalterada creada por la divinidad. Este dilema entre lo real y lo ideal en su obra se fue solventando poco a poco con los artistas posteriores, sobre todo a partir de Asher Durand. Cole intentó popularizar sus arcadias en un ambiente que ya no demandaba tanto ese tipo de pintura alegórica —aquella que requería un mayor esfuerzo imaginativo— sino una mezcla que se acercara más a la realidad.

Otoño en el río Hudson (Jasper Francis Cropsey, 1860).

Los paisajes predilectos de la Escuela del río Hudson
Este grupo de artistas recibió su nombre por llevar a cabo su actividad y socialización en la ciudad de Nueva York y alrededores. Antes de partir hacia el oeste y al resto del continente, algunos de los destinos predilectos de los pintores, y por tanto los más representados, eran las montañas de Catskill, los ríos Connecticut y Genesee, las cataratas del Niágara, el puerto de Newport, las Montañas Blancas, el lago George y Mount Desert Island.
Paralelamente a la actividad artística también comenzó a desarrollarse la explotación turística de estos lugares. Esta nueva manera de entender la naturaleza como una experiencia in situ atrajo a numerosas personas a estos entornos naturales. No solo a pintores, sino también a fotógrafos, turistas e incluso inversores que impulsaron la construcción del ferrocarril. Algunos de estos enclaves ya se conocían, pero no se habían cartografiado, o viceversa, como las montañas Adirondacks, que fueron cartografiadas en 1837 y no se convirtieron en destino turístico hasta 1870. O como Yosemite (California), ya en el oeste americano, que fue dado a conocer al público por las fotografías de Carleton E. Watkins en 1861, y que gracias a ello fue declarado espacio protegido en 1864.

Resolviendo el dilema de Cole: las bases teóricas de la Escuela del río Hudson

Thomas Cole adaptó con matices algunas de las bases teóricas del Romanticismo europeo, pero no terminó de romper del todo con ellas. Su dilema residía entre sus esfuerzos por reclamar lo sublime de la naturaleza —ya entendido como un término con connotaciones religiosas— y la demanda del público general por la representación de estampas más realistas. Las arcadias podían ser buenas piezas que exponer y contemplar en una academia, pero no en los salones de los hogares. Esta fricción fue solventada por los artistas posteriores, quienes no siguieron una única línea de desarrollo artístico, sino varias.

La base teórica de la Escuela del río Hudson se componía de varios pilares: la filosofía natural y el trascendentalismo de autores como Ralph Waldo Emerson (1803-1882) o Henry David Thoreau (1817-1862), la teoría y crítica de John Ruskin (1819-1900) y la poética de la naturaleza de autores como William Cullen Bryant (1794 -1878). En base a estas influencias crearon preceptos como la búsqueda de la verdad en la naturaleza como uno de los esfuerzos artísticos más nobles, la crítica al comercialismo en la pintura ─lo que no quiere decir que sus obras no se vendieran, todo sea dicho─, la importancia de la luz y del espacio a la hora de representar los paisajes, valorar la contemplación de la naturaleza, bien sea pequeña o grandiosa, como la contemplación de la divinidad, un precepto influido por el legado de Cole.

Amanecer, valle de Yosemite (Albert Bierstadt, 1870).

En el volumen inaugural de The Crayon se presentaron dos publicaciones fundamentales para entender todo este corpus teórico: Letters on Landscape Painting, de Asher Durand —presidente de la National Academy of Design desde 1845 hasta 1860— y Wilderness and Waters, de James Stillman. Este último está concebido como un relato ficticio en el que tres pintores viajan a la cabecera del río Hudson para contar su experiencia en busca de la verdad artística escondida en la naturaleza, que solo puede revelarse a través del esfuerzo físico y la privación voluntaria. Los artistas, por tanto, debían convertirse en exploradores intrépidos de la naturaleza salvaje, aquella que supuestamente se encuentra sin contaminar por el ser humano. Esta idealización no correspondía siempre con la realidad, pues el deseo de representar un wilderness prístino en ocasiones obviaba conscientemente la marca de la mano humana en el entorno. Por lo tanto, en este relato se describen con detalle las vistas panorámicas, la luz, los detalles del bosque, pero no se presta demasiada atención a las empresas humanas que se desarrollaban en esa zona de las montañas Catskill, como las curtidurías o los aserraderos.

Por lo tanto, el pintor de paisajes pretendía ser el arquetipo del explorador, aquel que recorre lo inhóspito, que sube y baja montañas cargado con sus aparejos de dibujo, que bocetea, describe y puede alcanzar la iluminación espiritual a través de la contemplación. Admiran y quieren para sí cualidades que atribuyen a los hombres de frontera, los cazadores o montañeses, tales como la libertad social, la iniciativa, el individualismo, el esfuerzo físico, la autodisciplina, etc. El artista se convertiría en la figura de aquel hombre que se hace a sí mismo.

En las montañas de Sierra Nevada de California (Albert Bierstadt, 1868).
Corazón de los Andes (Frederic Edwin Church, 1859). Metropolitan Museum of Art.

Un siglo de exploraciones
Durante el siglo xix, el interés por conocer el medio natural creció exponencialmente. Figuras tan conocidas como Charles Darwin (1809-1882) o Alexander von Humboldt (1769-1859) dieron a conocer en el contexto científico occidental nuevas especies zoológicas y botánicas oriundas de otros territorios, entre ellos América. Estos viajes de exploración les permitieron conocer nuevos ecosistemas y paisajes que hasta ese momento les eran desconocidos; en el caso de Humboldt, prusiano que también había bebido de las fuentes teóricas del pensamiento romántico, su manera de apreciar la naturaleza incluía el conocimiento científico objetivo de su realidad biológica, pero también su ligazón filosófica.
Por lo tanto, los trabajos de los naturalistas de la época comenzaron a ser conocidos, y las descripciones sobre el Amazonas, el río Orinoco, las montañas de Perú o Colombia sirvieron como inspiración para muchos artistas, que no tardaron en viajar a estos lugares y plasmarlos en sus lienzos. Dentro de la Escuela del río Hudson hay nombres muy reconocidos que representaron exuberantes estampas de paisajes tropicales, como Frederic Church o Martin Johnson Heade, con su famosa Orquídea y colibrí cerca de una cascada (1902).

El wilderness como identidad nacional

Faro de la isla de Mount Desert (Frederic Edwin Church, 1851).

La naturaleza no es un elemento neutral, aunque a veces lo parezca; en muchas ocasiones se conforma culturalmente y puede ser usada para construir discursos con una intencionalidad muy clara. El caso del siglo xix estadounidense es buen ejemplo de ello. Pero antes de lanzarnos a desgranar la teoría hay que responder a una pregunta, ¿qué se entiende por wilderness?

Según el diccionario de Cambridge, esta palabra hace referencia a un área en la cual no existen construcciones o no ha sido usada para cultivo debido a lo dificultoso de su relieve o a situaciones climáticas adversas. A la hora de traducirlo, en muchas ocasiones aparece como desierto, pero, aunque sí puede ser válido para algunos contextos, no es la traducción más idónea. El wilderness, por tanto, se entiende como la naturaleza salvaje, aquella en la que el ser humano no ha dejado huella y en la que no tiene poder de dominación. Precisamente por ser lugares inexplorados, es mucho el imaginario que se deposita en ellos, actuando en ocasiones como receptáculos perfectos de la maravilla y hasta de lo divino.

Cascadas de Kaaterskill (Sanford Robinson Gifford, 1846).

Como ya hemos visto, las teorías románticas desarrolladas en Europa también cruzaron el charco, y aunque con matizaciones, la naturaleza se asentó como base de ellas. Los movimientos nacionalistas del siglo xix echaban la vista hacia atrás en busca de elementos que legitimaran su idea de nación; en zonas de Europa se remontaron hacia épocas tan antiguas como la Roma clásica o las primeras sociedades de la Edad del Hierro, pero ¿qué ocurría en Norteamérica? Estas palabras del editor y crítico de arte decimonónico James Jackson Jarves lo resumen a la perfección:

«no legendary lore more dignified than forest or savage life, no history more poetical or fabulous than the deeds of men almost of our own generation, too like ourselves in virtues and vices to seem heroic—men noble, good, and wise, but not yet arrived to be gods»

Fragmento recogido en Novak, Barbara, 2007: American Painting of the Nineteenth Century. Realism, Idealism and the American Experience. New York,Oxford University Press, p. 42.

«Ninguna tradición legendaria más digna que el bosque o la vida salvaje». Para los estadounidenses, su naturaleza salvaje, el wilderness, era el elemento legitimador frente a una Europa con elementos naturales demasiado humanizados. Además, consideran que la tradición europea se asienta sobre pilares como la sangre, el despotismo y el robo. Ante esta descripción, y en un juego de contrarios, América se alzaría como el continente joven, virgen, donde poder empezar de nuevo. Los románticos dieron valor al wilderness y los nacionalistas resaltaron su singularidad, pues la naturaleza salvaje americana no tenía paragón ni contrapunto en el viejo continente; a diferencia de los europeos, los americanos aún vivían en el Edén. Tras la Guerra de la Independencia (1775-1783) comienza a conformarse esta imagen de la naturaleza como elemento legitimador, primero poniendo atención en elementos individuales de gran envergadura —montañas, ríos, lagos, etc.— y después remarcando paisajes completos que representaran lo ignoto y salvaje de esas tierras.

Esta concepción idealizada se da de bruces con la realidad histórica del momento, en la que prosigue el avance hacia el oeste, lo que implica la exploración de nuevas tierras y, por tanto, su explotación, aunque para los miembros de esta corriente la naturaleza no se concibe como un obstáculo o algo que destruir. Además, el plano político y social fue tornándose convulso hasta desembocar en una guerra civil, la Guerra de Secesión (1861-1865).

Esta reivindicación del wilderness no se llevó a cabo únicamente por parte del arte, sino también desde el ámbito literario. El 1825 se publicó el A Forest Hymn, un poema de William Cullen Bryant, donde se describen los bosques nada menos que como los primeros templos de Dios. Esta concepción de la inmensidad de la naturaleza salvaje permaneció vigente en relatos de principios del siglo xx, muy marcada en el género de terror, como las descripciones de espesos bosques de autores como Algernon Blackwood o Abraham Merritt. Además, la corriente filosófica trascendentalista fue clave para conformar las bases de esta corriente de pensamiento. En 1854, Thoreau publicó su famoso Walden, y también Ralph Waldo Emerson desarrolló sus teorías a mitad de siglo. A diferencia de los miembros de la Escuela del río Hudson, estos autores sí se mostraban críticos con el estilo de vida estadounidense.

Aurora boreal (Frederic Edwin Church, 1865).
Las montañas rocosas (Albert Bierstadt, 1863). Metropolitan Museum of Art.

Identidad colonial versus identidad nativa
En todo este discurso sobre la reivindicación y creación de una identidad nacional frente a Europa, llama la atención el contexto en el que nace y se desarrolla. Es decir, este discurso incluye a la población americana heredera de las colonias, pero no incluye a la población nativa como individuos en ese grupo. En la relación entre colonos y nativos se intuyen retazos de las teorías rousseaunianas sobre el primitivismo, el bosque como lugar idílico y el buen salvaje. Las poblaciones nativas, por tanto, pertenecen a los paisajes de la otredad y no se desligan de su pertenencia al wilderness.

Para saber más:

Lewis, Michael (ed.), 2007: American Wilderness. A New History, New York, Oxford University Press.

Novak, Barbara, 2007: American Painting of the Nineteenth Century. Realism, Idealism and the American Experience, New York, Oxford University Press.

Strazdes, Diana, 2009: «“Wilderness and Its Waters”: A Professional Identity for the Hudson River School», Early American Studies Vol. 7, 2,. pp. 333-362.

VV.AA., 1987: American Paradise. The World of the Hudson River School, New York: The Metropolitan Museum of Art. Disponible online aquí.

Licenciada en Historia por la Universidad de Alcalá de Henares y Máster en Estudios Medievales por la Complutense de Madrid. Responsable del proyecto de divulgación «Las hojas del bosque» y autora de «Érase una vez… el bosque» (Libros.com, 2018).

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