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Ana de Gran Bretaña, la última Estuardo

Tímida, culta y con una sensibilidad extrema, la hija pequeña de Jacobo II jamás imaginó que bajo su mandato Inglaterra participaría en la guerra de sucesión española o que se convertiría en la primera reina de la Gran Bretaña unificada. Sus dieciocho embarazos y su delicada salud eclipsaron sus logros como monarca y la condenaron (injustamente) a cierto ostracismo histórico.

En 1660, la restauración de la monarquía inglesa era ya una realidad. Inglaterra, cuya historia reciente incluía una dictadura militar de veinte años tras un regicidio con decapitación incluida, había decidido restablecer en el poder a Carlos II Estuardo, hijo del rey ajusticiado, Carlos I.

El reinado de este último se había caracterizado por el fanatismo católico, su carácter absolutista y la mala relación con el Parlamento. De hecho, los últimos once años del reinado de Carlos se conocieron como «los once años de tiranía», por los abusos constantes de poder del rey, como la creación y aprobación de impuestos sin el apoyo parlamentario o la persecución de minorías religiosas como los puritanos.

Tras su asesinato en enero de 1649, la nación se convirtió en una república a las órdenes de Oliver Cromwell. Este era, a su vez, un fanático protestante, y su persecución a presbiterianos en Escocia y a los católicos en Irlanda se hizo tristemente famosa debido a la crueldad sin límites de las torturas a las que estos eran sometidos.

De la misma forma, Cromwell también prohibió el teatro, por considerarlo inmoral, e incluso las celebraciones de Navidad, lo que sumió al país en una paz tensa, más propia de una dictadura que de una república en sí misma. Por ello, tras su muerte en 1658, el Parlamento decidió restaurar la monarquía, pues confiaba en que el heredero de Carlos actuara con mayor respeto y coherencia que su padre.

Carlos II, un católico secreto

Carlos II, por Sir Godfrey Kneller (1685). Wikimedia Commons.

Al llegar al poder, Carlos II decidió dar muestra de su buena voluntad con la Ley de Amnistía y Olvido, mediante la cual se proclamó un perdón generalizado, con la excepción de aquellos que habían participado en el asesinato de su padre. También firmó la Declaración de Breda, con el fin de mantener contentos tanto a los miembros realistas del Parlamento (que vieron como les eran devueltos sus bienes) como a los disidentes (reformistas protestantes), que consideraron la tolerancia religiosa del rey como el comienzo de una nueva era.

No obstante, en 1661 el Parlamento de Caballeros proclamó la Ley de Corporación, mediante la cual cualquier funcionario municipal que no profesase la fe anglicana debía ser apartado de su puesto. En 1662 se aprobó la Ley de Uniformidad, que exigía también que todos los clérigos fueran ordenados por obispos, lo que provocó la salida de más de mil religiosos disidentes que, a partir de 1667, se vieron obligados por ley a vivir a más de cinco millas de la ciudad.

Sin embargo, el anticatolicismo exacerbado de los parlamentarios no impidió que Carlos le confesara en secreto a su hermano Jacobo que se había convertido al catolicismo por una interesante oferta del rey de Francia, Luis XIV. Este se había comprometido a proporcionarle una cuantiosa manutención anual durante las guerras anglo-holandesas y a apoyarle militarmente cuando reinstaurase un régimen absolutista a cambio de que introdujese el catolicismo en el país y velase por sus intereses.

Carlos, arruinado a causa del conflicto, vio en este «pequeño» gesto una gran oportunidad para volver a recuperar su maltrecha economía. Por desgracia para él, en 1672 el Parlamento le obligó a cancelar la Declaración de Indulgencia y a proclamar la Declaración de Prueba, por lo que, de nuevo, volvía a excluirse a los católicos de cualquier tipo de participación en la vida parlamentaria. Y esto incluía, de manera específica, a Jacobo, el propio hermano del rey.

Jacobo II, el hermano díscolo

Jacobo II, duque de York, era un reconocido católico converso y, en aquel momento, el único heredero que tenía Carlos (puesto que sus hijos bastardos no podían heredar el trono). Su prestigio como Gran Almirante se había incrementado a raíz de la conquista de Nueva Ámsterdam, que pasó a llamarse Nueva York en su honor, al igual que su fama de mujeriego.

Jacobo II (Nicolas de Largillière, 1686). Wikimedia Commons.

En una de sus visitas a París conoció a Ana Hyde, dama de compañía de su hermana María, con la que comenzó un romance secreto e intermitente que duró tres años, cuando ella se quedó embarazada. La pareja decidió casarse en secreto, pese a la desaprobación de ambas familias (el padre de Ana, antiguo consejero del rey Carlos I, llegó a decirle a su hija que prefería «verla muerta antes que causante de una desgracia a la familia real»). 

El primer hijo y heredero de la pareja murió a los pocos meses de nacer y, según afirmó el cronista Samuel Peppys en sus diarios «aquel fallecimiento no causó gran pesar a sus padres»,puesto que con él desaparecía el vergonzante motivo por el que se habían casado.

De los ocho vástagos que tuvo la pareja solo sobrevivieron dos niñas, María y Ana. Poco antes del octavo parto, los duques de York empezaron a mostrar en público sus inclinaciones católicas, y, tras la muerte de la duquesa, el duque volvió a retar a la opinión pública prometiéndose con una aspirante a monja de quince años, la católica María de Módena.

No obstante, las hijas de su primer matrimonio, María y Ana, se habían criado en la fe anglicana, religión que profesaban con auténtica devoción, por lo que las rencillas entre ellas y su padre no hicieron más que incrementare con sus nuevas nupcias. Si bien las jóvenes mantenían una relación cordial con su progenitor, las diferencias religiosas hacían imposible algún tipo de acercamiento. María, de hecho, contrajo matrimonio con Guillermo de Orange, recién proclamado príncipe de las Provincias Unidas holandesas y muy respetado dentro de los círculos anglicanos ingleses. Aquello provocó que tanto Carlos como Jacobo intentaran contrarrestar la influencia protestante casando a Ana, la más joven, con un príncipe católico, aunque finalmente no lo consiguieron.

Ana era una muchacha tímida, serena y algo introvertida. Con solo tres años tuvo que ser enviada a Francia con su abuela Enriqueta María, duquesa de Orleans, para ser tratada de una importante infección ocular que le dejaría secuelas de por vida. Poco después de su llegada, su abuela falleció, y su tutela pasó a manos de su tía, Enriqueta Ana, que también moriría unos años después.

Ya de vuelta en Londres, en 1671, Ana perdió a su madre y a dos de sus hermanos en un lapso de doce meses. Creció en Richmond junto a la única hermana que le quedaba, María, alejada de la corte y educada en la fe protestante por órdenes expresas de su tío Carlos, quien, a pesar de ser católico, quería evitar la furia del Parlamento.

Ana era una muchacha tímida, serena y algo introvertida. Con solo tres años tuvo que ser enviada a Francia con su abuela Enriqueta María, duquesa de Orleans, para ser tratada de una importante infección ocular que le dejaría secuelas de por vida. Poco después de su llegada, su abuela falleció, y su tutela pasó a manos de su tía, Enriqueta Ana, que también moriría unos años después.

Ya de vuelta en Londres, en 1671, Ana perdió a su madre y a dos de sus hermanos en un lapso de doce meses. Creció en Richmond junto a la única hermana que le quedaba, María, alejada de la corte y educada en la fe protestante por órdenes expresas de su tío Carlos, quien, a pesar de ser católico, quería evitar la furia del Parlamento.

La Ley de Exclusión

La princesa Ana con su único hijo sobreviviente, el duque de Gloucester. Pintura de Godfrey Kneller, c. 1694. Wikimedia Commons.

En 1678 salió a la luz un proyecto de ley cuya finalidad era excluir de la línea sucesoria a Jacobo II para así evitar el reinado de un monarca católico. El rey y una gran parte de diputados leales (futuros miembros del partido tory) se enfrentaron a la minoría de diputados disconformes (futuros whigs), quienes consideraban preferible que el duque de Montmouth, hijo bastardo del rey, fuera el heredero al trono.

La crisis se agravó con el escándalo del «Complot Papista», una conspiración ficticia inventada por el clérigo Titus Oates, quien aseguraba que los círculos jesuitas de Londres planeaban asesinar al rey para colocar, con ayuda de Francia, a Jacobo II en el trono.

Si bien las acusaciones resultaron ser falsas, la imagen pública de Jacobo se vio resentida hasta tal punto que se vio forzado a exiliarse en Escocia con su segunda mujer por recomendación de su hermano.

Mientras tanto, su hija Ana se había convertido en una adolescente en edad de prometerse. La joven, que estaba sola en Inglaterra tras la marcha de su hermana a Países Bajos, volvió a retomar una vieja amistad con una antigua amiga de la infancia, Sarah Churchill.

Ambas se habían conocido de niñas, aunque no habían intimado hasta entonces. Sarah estaba casada con John Churchill en aquellos momentos, pero eso no impidió que entre las dos mujeres se estableciera una relación muy intensa de cuya naturaleza apenas sabemos, puesto que solo se conserva la correspondencia escrita por Ana.

Lord Churchill
John Churchill no solo fue un importante estratega en el campo de batalla, sino también en el resto de ámbitos de su vida. Su hermana Arabella y él eran hijos de un caballero que había perdido su fortuna durante la dictadura de Cromwell, pero ambos acabaron trabajando para el duque de York, como ama de llaves y paje real, respectivamente.
Arabella tuvo cuatro hijos con el duque, y John no tardó en ampliar su influencia gracias a su carácter diplomático y ambicioso. Gran parte de su fortuna inicial le vino legada por parte de la duquesa de Cleveland, de quien fue amante, y durante el resto de su vida cambió de bando de manera constante con tal de seguir manteniendo su rango y posición.

El escándalo Mulgrave

En 1682 estalló un escándalo inesperado al hacerse públicas unas cartas que lady Ana había intercambiado con John Sheffield, Lord Mulgrave, político torie y uno de los favoritos de su tío, Carlos II.

Él tenía 35 años y no estaba casado, por lo que el intento de seducción a la joven de 17 años se consideró un abuso de confianza con el único fin de aprovecharse de la ingenuidad de la joven para ascender socialmente. Fue expulsado de la corte, y, ante la rapidez con la que se expandía el rumor del supuesto romance entre ambos, el rey decidió acelerar los preparativos para encontrarle un pretendiente adecuado a su sobrina.

Finalmente, el escogido fue Jorge de Dinamarca, para alegría de Jacobo II y consternación del príncipe Guillermo de Orange, que observó impotente como sus dos enemigos marítimos se convertían en aliados bajo el paraguas de Luis XIV.

La pareja congenió desde el primer momento debido a las similitudes entre sus personalidades. Ambos eran tranquilos, les gustaba rodearse de un círculo pequeño de amigos íntimos y sus aficiones eran prácticamente las mismas. Juntos formaron un selecto grupo de amistades denominado «Círculo Cockpit», en el que se encontraban Sarah Churchill y su marido, el duque de Grafton (un primo bastardo de Ana), el coronel John Berkeley y los condes de Sunderland, entre otras personalidades.

Sarah Churchill (Charles Jervas, c. 1700). Wikimedia Commons.

La Gloriosa revolución

A comienzos de 1685, el rey Carlos II falleció a causa de un ictus. A pesar de su matrimonio con la portuguesa Catalina de Braganza, la unión no dejó ningún heredero, por lo que su hermano Jacobo se convirtió en el nuevo rey de Inglaterra e Irlanda.

Sin embargo, poco después de su proclamación tuvo que hacer frente a la rebelión de lord Monmouth, uno de los hijos bastardos de su hermano Carlos, que terminó de manera rápida y con la ejecución del propio instigador por delito de traición.

Eliminada la amenaza, una de las primeras medidas de Jacobo II fue el intento de derogación de la Ley de Prueba, al igual que la implantación de la libertad religiosa. Por desgracia para él, el Parlamento se negó, así que decidió promulgar la ley de Declaración de Indulgencia, que suspendía las leyes penales para anglicanos disidentes y católicos, y empezó a sustituir a jueces y a oficiales del Ejército por otros que profesaban la fe católica.

Aquello sembró la histeria dentro del Parlamento, especialmente tras conocerse que el nuevo rey presionaba (de manera directa e indirecta) a su hija menor, Ana, para convertirse al catolicismo. A la joven incluso se le prometió el trono (a pesar de que la primera en la línea sucesoria era su hermana María) si accedía a los requerimientos paternos, pero Ana siempre se negó debido a su inquebrantable fe en la doctrina protestante.

En las cartas a su hermana, Ana se mostraba agobiada por la situación, ya que también sufría presiones por parte de los círculos más cercanos de su padre, así como de su madrastra.

Además, numerosos rumores aseguraban que el rey Jacobo II había asesinado a su hermano para convertirse en rey, lo que alarmó sobremanera a sus dos hijas (si bien María se mantuvo más cauta a la hora de dar pábulo a las habladurías).

La situación se agravó cuando la nueva reina, María de Módena, anunció que estaba embarazada. Un hijo varón fruto de dos padres católicos era una grave amenaza, ya no solo para la estabilidad del país, sino también para la de la propia Ana.

A lo largo de su vida, la futura reina de Gran Bretaña pasó por un total de dieciocho embarazos que, o bien se vieron interrumpidos involuntariamente, o dieron lugar a bebés que no llegaron a los tres años de vida. No es de extrañar, por lo tanto, que el embarazo de su madrastra provocara en ella ciertos sentimientos de tristeza e incredulidad (llegó a confesarle a su hermana que no creía que la reina estuviera realmente embarazada «puesto que estaba de muy buen humor y no dejaba que viera como se cambiaba de ropa»), dando más importancia de la cuenta a los cotilleos de la corte.

Cuando nació su hermano Jacobo Francisco Eduardo ella se encontraba en Bath y no pudo presenciar el momento del parto, por lo que el rumor de que el niño era un impostor y jamás había existido embarazo alguno hicieron clara mella en la joven, demasiado dolida por la situación como para pensar con claridad.

La noticia causó un enorme revuelo, puesto que el niño desplazaba en la línea de sucesión a María, la esposa de Guillermo de Orange. No se sabe a ciencia cierta si la idea de un golpe de estado fue de este último o del círculo de parlamentarios menos afines a Jacobo, pero en diciembre de 1668 Jacobo, su mujer y su hijo huían de Inglaterra ante el avance de la invasión holandesa, y en febrero de 1689, María y Guillermo eran coronados reyes de Inglaterra.

Durante sus años de reinado, los nuevos monarcas tuvieron que enfrentarse a las rebeliones jacobitas en Escocia (en apoyo al «Viejo Pretendiente», Jacobo) y a una intermitente guerra con Francia en suelo continental e irlandés. De igual forma, el Acta de Derechos limitó los poderes reales y disminuyó notablemente la influencia de los monarcas, cuyas decisiones pasaban a estar limitadas por el Parlamento.

Ante la falta de hijos del matrimonio, Ana se convirtió en la siguiente en la línea sucesoria, seguida de sus hijos y de la familia Hannover, para así garantizar el futuro protestante de la Corona.

En 1702, Ana accedió al trono tras el fallecimiento de su cuñado. Nada más coronarse, nombró Gran Almirante a su marido, y Capitán General a lord Marlborough (John Churchill), el marido de su amiga Sarah, a quién también concedió un ducado. A esta última también le dio el rango de Dama de los Trajes, el más alto honor de las damas de compañía de la reina.

La guerra de la reina Ana

Poco después de ser coronada en Westminster, Ana tuvo que enfrentarse a su primer desafío como reina: la guerra de sucesión española. La muerte del último Austria, Carlos II, había provocado un conflicto sucesorio entre su heredero legal, Felipe de Borbón, y el archiduque Carlos de Habsburgo, primo del anterior monarca.

Ana de Estuardo (Godfrey Kneller, hacia 1702). Wikimedia Commons.

La reina, que sabía del apoyo francés a los rebeldes jacobitas y temerosa de una unión entre España y Francia, se decantó por el apoyo al pretendiente austríaco, Carlos. Y es que en aquellos momentos, Inglaterra y Francia no solo tenían conflictos de intereses dentro del territorio europeo, sino también al otro lado del océano.

Durante el gobierno del rey Guillermo, las colonias americanas se habían visto arrastradas a la guerra a causa de la explosión en Europa de la guerra de los nueve años. Nueva Inglaterra y Nueva Francia habían pactado a su vez con diferentes tribus nativas, lo que llevó a que el conflicto se conociera como la primera de las guerras franco-indígenas.

A pesar de que el enfrentamiento cesó en 1697, los problemas a causa de la delimitación de fronteras siguieron estando a la orden del día. Así pues, tras la declaración de guerra contra Francia, las colonias norteamericanas se convirtieron, de nuevo, en un campo de batalla, dando lugar a la segunda guerra franco-indígena.

Finalmente, el conflicto sucesorio español llegó a su fin con el Tratado de Utrecht en 1713 y, aunque Felipe se convirtió en el nuevo monarca español, Inglaterra se vio recompensada con Gibraltar y Menorca, así como con las colonias francesas de Terranova y Acadia.

En Inglaterra, los wighs, mayoría en la Cámara de los Lores, se negaron a firmar el tratado. Lord Marlborough, cabeza de partido, fue destituido por la reina y se le concedió su puesto de Capitán General al II Duque de Ormonde (quién, irónicamente, acabó participando en las revueltas jacobitas años después).

De igual forma, Ana concedió doce nuevos pares (títulos nobiliarios) con el fin de conseguir los apoyos necesarios para firmar el Tratado de Utrecht.

Unificación de Gran Bretaña e Irlanda

En 1704, el Parlamento inglés aprobó la denominada Acta de Seguridad. Mediante esta se establecía la capacidad del Parlamento escocés de elegir a un gobernante escocés siempre y cuando este fuese protestante y perteneciese a la casa Estuardo.

En un comienzo Escocia se opuso, pero tras recibir unas fuertes sanciones económicas y amenazas de pérdida de derechos de propiedad en suelo inglés, se le dio otra opción: unirse a Inglaterra y crear Gran Bretaña.

Ana de Estuardo (Michael Dahl, 1705). Wikimedia Commons.

El miedo al empeoramiento de la situación económica tras el fracaso de Nueva Caledonia (el intento de Escocia de crear una colonia en el istmo de Panamá) y la promesa de una mejora en su situación provocó que el Parlamento escocés diera el visto bueno a esta segunda opción en 1707.

El fin de un idilio

Los últimos años de vida de la reina Ana estuvieron marcados por un empeoramiento de su salud, la muerte de su marido y la llegada de una nueva persona a su vida: Abigail Masham.

La joven era prima de Sarah Churchill y no tardó en convertirse en la nueva favorita de la reina. Aquella situación provocó un gran distanciamiento entre Ana y la duquesa de Marlborough, que se incrementó después de que varios miembros del Parlamento se unieran para destituir al rey consorte como Lord Almirante en su lecho de muerte.

La reina consiguió, mediante ruegos al duque, evitar la situación, pero lo vivido acabaría por destrozar su confianza y amistad con Sarah. Abigail, consciente de su privilegio, aprovechó su nuevo lugar para conseguir favores de la reina y mejorar la situación de su marido, a quién se le concedió el título de barón gracias a ella.

En 1714, Ana falleció sin descendencia alguna que la hubiera sobrevivido y, conforme a lo pactado, el heredero al trono de la corona inglesa fue un Hannover, uno de sus primos en común con Guillermo de Orange: Jorge I.

Este solo reinaría durante trece años, pero marcaría un antes y un después en la historia de la nación al convertirse en el primer Hannover en acceder, por derecho propio, al trono de Gran Bretaña e Irlanda.

El movimiento jacobita
El jacobismo fue un movimiento social y político surgido en 1688, tras la Revolución Gloriosa, cuyo principal fin era la restitución en el trono del legítimo heredero de la casa Estuardo, Jacobo Francisco Eduardo. Los primeros levantamientos jacobitas tuvieron lugar en 1715, y los últimos finalizaron en 1746, tras la masacre de la batalla de Culloden.
Los principales participantes en el movimiento fueron escoceses de las Tierras Altas, irlandeses y, de forma menos acusada, franceses y algunos ingleses tories. Tras la última batalla, los clanes de las Tierras Altas fueron castigados con la Ley de Jurisdicciones Hereditarias, mediante la cual se destruyó el sistema de clanes y, con él, su identidad como pueblo.

Estatua de la reina Ana delante de la catedral de San Pablo, Londres (Inglaterra). ©Diego Delso/Wikimedia Commons.

Para ampliar:

Gregg, Edward, 2001: Queen Anne (Revised). The English Monarchs Series. London, Yale University Press UK SR.

Harris, Tim y Taylor, Stephen (eds.), 2015: The final crisis of the Stuart Monarchy. The revolutions of 1688 in their British, Atlantic and European Contexts, Woodbridge, Boydell Press.

Townson, Duncan, 2015: Breve historia de Inglaterra. Madrid, Alianza Editorial.

Periodista y estudiante de Filología Inglesa. Escribe en El Salto Diario y Descubrir la Historia. Interesada en los estudios culturales, la lingüística y la historia.

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