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Vermeer global

¿Alguien podría pensar que un pintor barroco prácticamente olvidado hasta bien entrado el siglo xix iba a alcanzar las cotas de popularidad que ha obtenido Vermeer? Creador de obras de indiscutible maestría, el más afamado de los artistas de la ciudad holandesa de Delf es en torno a quien gira El sombrero de Vermeer, un innovador ensayo sobre los orígenes barrocos de la globalización, convertido ya en obra de culto del historiador Timothy Brook.

De unos años a esta parte la presencia de Johannes Vermeer en el mundo de la cultura se ha tornado omnipresente. ¿Quién no recuerda La joven de la perla? La novela de Tracy Chevalier luego llevada a la gran pantalla. También es posible que hayas visitado últimamente alguna de las exposiciones dedicadas a la treintena escasa de obras pictóricas legadas por este hijo de sederos, cuyo genio pasó inadvertido durante casi dos siglos, como Miradas Afines, inaugurada en el Museo del Prado en 2019 con una impresionante afluencia de público. Vermeer se ha hecho tan popular que incluso —me atrevo a decir— su nombre se emplea como reclamo en ensayos de muy diversa temática. Uno de ellos es el soberbio El ojo del observador (Acantilado, 2017). En él Laura J. Snyder, haciendo alarde de una erudición desbordante que conjuga física, anatomía, astronomía o pintura, construye un vivísimo fresco en el que la vida del pintor y la de su vecino coetáneo Antoni van Leeuwenhoek, inventor del microscopio, se solapan en la búsqueda del conocimiento a través de sus singulares miradas al mundo. Otra vuelta de tuerca a la figura de Vermeer, unida ahora a la de Spinoza y Sweelinck, es El luthier de Delf (Acantilado, 2013). Aquí, ese hombre renacentista que es Ramón Andrés hace una de sus habituales piruetas intelectuales para servirnos un sabroso banquete a base de música, filosofía y pintura barrocas.

La joven de la perla (Vermeer, c. 1665). Wikimedia Commons.

Siguiendo esta estela que hace de Vermeer un sugerente catalizador de conocimientos abordamos El sombrero de Vermeer (Tusquets, 2019), la multipremiada obra de Timothy Brook. Este destacado sinólogo canadiense, profesor en la Universidad de la Columbia Británica, aunque se mueve con soltura en la historia económica y cultural de China, abre sin embargo el abanico de localizaciones en esta obra a escenarios tan distantes del Imperio del Centro como las minas de plata hispana del Potosí andino o el Quebec donde iroqueses y hurones se convirtieron en interlocutores comerciales de ingleses y franceses. Todo ello para introducirnos de lleno en el ya interconectado mundo del siglo xvii, la realidad de la que fue contemporáneo Vermeer de Delf.

Si el embrión de eso que llamamos globalización puede muy bien encontrarse en el siglo xvi, centuria de descubrimientos que permitió comenzar a tejer una red de conexiones de alcance global, si bien asimétrica, jerarquizada y no exenta de choques violentos, el siglo del barroco fue para el autor «una época de improvisación» a la vez que de cambio de tendencia en esos contactos, que entonces se volvieron más constantes. Surgió así una nueva realidad dominada por la transculturación, un concepto atinadamente adoptado por Brook del historiador cubano Fernando Ortiz, consistente en un proceso de influencia mutua que implicaba el desplazamiento de hábitos y costumbres de unas culturas a otras en un nuevo marco, esta vez determinado por la negociación y la interacción.

El valor de la perspectiva

Sin duda, uno de los grandes atractivos de El sombrero de Vermeer es su original abordaje de los contenidos. Brook emplea una metodología perspectivista que favorece de forma efectiva el desarrollo de un razonamiento deductivo en el lector. En los siete capítulos de los que se compone la obra el autor utiliza la misma técnica. Parte de determinados objetos que aparecen en siete obras de pintura neerlandesa —cinco de Vermeer, una Hendrik van der Burch y otra de Leonaert Bramer— y de un plato de loza de Delft, que sirven de genial pretexto para abrir de par en par puertas tras las que «discurren corredores inesperados y caminos ignotos que vinculan nuestro confuso presente —hasta extremos que no podríamos haber imaginado, y de maneras que nos sorprenderán— a un pasado que no era en absoluto sencillo». Romper con nuestro común hábito de contemplar una obra pictórica como si de una foto fija se tratara y no de una cuidadosa elaboración es algo que debemos agradecer a esta obra. De este modo, la deliciosa Vista de Delf, el único paisaje exterior pintado por Vermeer, nos lleva a un nebuloso día en el puerto fluvial de la ciudad, lugar en el que se hallaban las oficinas de la VOC, la todopoderosa Compañía de las Indias Orientales, piedra angular del capitalismo corporativo y buque insignia de unas Provincias Unidas en fulgurante ascenso como potencia comercial. No es casual que la VOC, con un loable don de la ubicuidad, sea el fantasma que recorra toda la obra.

Vista de Delft (Vermeer, c. 1660).

Brook, en tanto que reputado estudioso de la Dinastía Ming, siente una especial inclinación por las porcelanas, la manufactura china por excelencia que comenzó a introducirse en Europa de forma generalizada a mediados del siglo xvii. Buena muestra de ello son una delicada fuente azul y blanca importada de la incuestionable capital de la porcelana, Jingdezhen, que descansa en la vermeeriana mesa de la absorta Lectora en la ventana y, sobre todo, una simpática imitación holandesa, un plato de loza vidriada de Delf apta para bolsillos menos pudientes, en torno a las que pivota el capítulo más personal de la obra. En cambio, con Militar y muchacha sonriente, el autor opta por un viraje en su ruta, esta vez hacia Occidente. Una travesía atlántica con destino a los bosques orientales de Canadá, donde se estrecharon los intercambios entre tramperos indígenas y negociantes ingleses y franceses en torno al comercio de pieles, como la de castor, el material empleado en la elaboración de suntuosos sombreros con los que marcar el estatus social en Europa.

Una de las obras más famosas de Vermeer, que tuvimos la suerte de ver en España en la inolvidable exposición «Miradas afines», que el Museo del Prado dedicó a Velázquez, Rembrandt y al propio Vermeer, es El geógrafo, uno de los dos magníficos cuadros que el pintor de Delf dedicó a los sabios (el otro es El astrónomo). Con él y su habitación repleta de objetos ligados a la ciencia cartográfica y al arte de la navegación, se nos recuerda en otro capítulo el trascendental papel de estos especialistas del compás por hacer del globo terráqueo un espacio abarcable, gracias a que «los nuevos conocimientos reemplazaban a los antiguos, que a su vez eran reemplazados por información más reciente y, con suerte, mejor».

Al placer de fumar está enteramente consagrado el capítulo más extenso del libro, también uno de los más logrados por la abundancia de referencias. Ya sea tabaco u opio, el singular deleite de echar humo por la boca pasó de ser considerado en Europa una «costumbre bárbara y espantosa» propia de «hombres pobres, salvajes y bárbaros», a constituir en Oriente un hábito que no entendió de edad, sexo o clase social, rodeado de un halo de romanticismo del que se hicieron eco multitud de artistas europeos hasta bien entrado el siglo xx.

Mujer con balanza (Vermeer, c. 1664). Wikimedia Commons.

La plata hispana procedente del Cerro Rico de Potosí también tiene cabida en este ensayo de mano de uno de los más exquisitos cuadros de Vermeer, Mujer con balanza, el objeto al que recurrían mercaderes y cambistas holandeses para el pesaje de metales al no emplearse entonces moneda de acuñación oficial. La plata fue al comercio transoceánico del siglo xvii lo que lo que la piedra filosofal a la alquimia. Tal era el ansia china por la plata europea que los reales hispánicos funcionaron como una especie de moneda internacional en el sudeste asiático. Ello hizo de Manila el punto de conexión entre la economía europea y la china, «el lugar donde se unieron los dos hemisferios del mundo del siglo xvii».

La obra concluye muy acertadamente con un capítulo centrado en los desplazamientos humanos, a partir de un óleo de Van der Burch de fuerte influencia vermeeriana, Los jugadores de cartas, donde la presencia de un pequeño criado negro junto a un matrimonio de burgueses europeos sirve de marco. Esclavos, mercaderes, navegantes o religiosos fueron los protagonistas de esos viajes que provocaron de forma indudable desarraigos, pérdidas o conflictos bélicos y culturales, pero también encuentros, sincretismos y asentamientos permanentes en tierras allende el mar.

Los jugadores de cartas (van der Burgh, 1660). Wikimedia Commons.

Con El sombrero de Vermeer estamos pues ante una obra de innegable originalidad en sus planteamientos, de gran versatilidad en sus contenidos y, sobre todo, particularmente didáctica en una época en la que el multilateralismo en el orden internacional pasa por horas bajas. Una realidad que, en opinión de Timothy Brook, requiere de la necesidad de «aprender a narrar el pasado de forma que nos permita conocer y aceptar la naturaleza global de nuestra experiencia […] Si somos capaces de ver que la historia de cualquier lugar nos vincula a todos los lugares y, en última instancia a la historia de todo el mundo, no habrá ninguna parte del pasado —ningún holocausto, y tampoco ningún logro— que no pertenezca a nuestro patrimonio colectivo».

Título: El sombrero de Vermeer. Los albores del mundo globalizado en el siglo xvii.

Autor: Timothy Brook.

Traductora: Victoria Ordóñez Diví.

Publicación: 2019 [original en inglés del 2008].

Editorial: Tusquets.

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Para complementar este artículo os dejamos este vídeo en el que Alejandro Vergara, Jefe de Conser­vación de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte del Museo del Prado, habla sobre el arte de Vermeer.

Licenciada en Historia y profesora de Geografía e Historia en el IES Diamantino García Acosta de Sevilla. Investiga sobre movimientos heterodoxos y minorías religiosas de la Edad Moderna

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