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Dos hombres y un destino

Crueles, arrogantes y autoritarios, los validos o favoritos fueron fundamentales para las monarquías europeas del siglo xvii. Por encima de todos destacaron el cardenal Richelieu y el conde-duque de Olivares. John Elliott desgrana sus personalidades en Richelieu y Olivares, un magnífico ejercicio de historia comparada.

Las bodas cambian la vida de la gente. Por lo general, la de los novios, pero cuando el enlace lo decide la razón de estado, este influye en muchas más personas. En 1615, los reinos de Francia y España forjaron una alianza matrimonial doble. Luis XIII se casó con Ana de Austria, hija de Felipe III y hermana del futuro Felipe IV; a su vez, este último se vinculó con Isabel de Borbón, hermana de Luis. En el Antiguo Régimen, decenas de clientes en busca de prebendas, ayudas o cargos pululaban sobre cada cortesano. Con esfuerzo, labia y capacidad de saber a quién acercarse se podía llegar muy lejos en este peculiar ecosistema y, en el convulso siglo xvii, hubo dos personas en particular que supieron manejarse en él como nadie en la Corte, y ambos consiguieron introducirse en este mundo gracias al doble casamiento. Gaspar de Guzmán se convirtió en gentilhombre de cámara de la nueva casa del príncipe Felipe, mientras que Armand du Plessis fue nombrado limosnero de María de Médicis, reina regente de Francia, tras conocerse en Poitiers cuando esta se dirigía a la frontera para el intercambio de los novios. La historia los conoce como el conde-duque de Olivares y el cardenal de Richelieu, los dos políticos más importantes del siglo xvii europeo.

Asalto al poder

El epíteto de monarquía absoluta nos impide ver la complejidad real de este sistema de gobierno. La idea de un monarca omnipresente que domina el reino se aleja mucho de la realidad, ya que la época en la que Gaspar y Armand accedieron a la Corte estaba dominada por el valido o favorito del rey. Los monarcas, más interesados en menesteres más placenteros, delegaban el gobierno efectivo en ciertos personajes que acaparaban todo el poder real. No se trataba de una autoridad absoluta, en cualquier caso, pues su posición estaba siempre en el alambre al depender por entero de la voluntad del rey. No debían centrarse solo en gobernar el reino, tarea compleja por sí misma, sino también en agasajar y contentar al monarca en cada momento, sin restarle autoridad. Por si fuera poco, al mismo tiempo era necesario luchar por mantener su posición ante el resto de cortesanos, agraviados por su pérdida de influencia ante la figura del valido y deseosos de derribar al primer ministro para ocupar su puesto. La Corte, dividida en facciones, era el lugar perfecto para las intrigas políticas de una nobleza que había perdido parte de su poder medieval.

Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, a caballo (c. 1634), cuadro de Diego Velázquez expuesto en el Museo del Prado. Wikimedia Commons.

Nuestros dos protagonistas supieron jugar sus bazas para ir ascendiendo en la escala social cortesana hasta coronarse como la mano derecha de su respectivo monarca. Nacidos con solo dos años de diferencia, tuvieron vidas casi paralelas al alcanzar el máximo poder desde familias nobiliarias menores, lo que acrecentaba el odio del resto de cortesanos, nobles de mayor raigambre. Aunque no estaban solos, por supuesto. La mayor baza de los validos era la de construir redes clientelares que les sostuvieran en el poder a través del nombramiento de cargos que dependían absolutamente del primer ministro.

A Richelieu y Olivares se les coloca como los máximos ejemplos del poder de los validos o favoritos, dos modelos de poder. Richelieu, victorioso, tomó una Francia rota por las guerras de religión y la convirtió en potencia europea; Olivares, por su parte, llegó al poder de una España poderosa y pacífica y acabó defenestrado y desterrado tras abocar el reino a la ruina. Claro que la historia siempre es más compleja, llena de matices, claroscuros y casualidades que definen los acontecimientos. John Elliott, gran hispanista y ejemplo de historiador, se propuso estudiar en conjunto lo que normalmente se estudia por separado; las figuras del cardenal y del conde-duque no pueden entenderse una sin la otra. Aunque hay parte de verdad en la imagen popular de los dos validos, los detalles son significativos. Por eso es tan importante el estudio de Elliott, un libro que pone frente a frente a dos hombres y a una época que definió el equilibrio de fuerzas en la Europa de los siglos posteriores.

Italia decide

Entre 1627 y 1630, el rumbo de la política europea cambió de forma radical. Pero todo pudo haber sido diferente. Por aquel entonces, Olivares tenía razones para ser optimista y utilizó los vientos favorables para su gran propósito: buscar una paz europea que colocara a España como árbitro. Al ser la mayor potencia, era la que más necesitaba la paz, argumentaba. ¿Su propuesta? Una gran alianza con Francia contra los enemigos protestantes, en particular Inglaterra y Países Bajos, para obligarlos a solicitar una paz favorable para España. Sin embargo, con la muerte de Vicente II, gobernante de Mantua y Monferrato, a finales de 1627, todo se fue al traste.

Richelieu retratado por Philippe de Champaigne (c. 1636, Museo Condé, Chantilly, Francia). Wikimedia Commons.

Ante la falta de sucesor el duque francés de Nevers reclamó el ducado. Su llegada significaría un desequilibrio del poder en el norte de Italia al menoscabar el control español de la región. Gonzalo Fernández de Córdoba, gobernador de Milán, llevaba tiempo avisando a Olivares del problema que supondría para sus intereses la presencia de un gobernante francés y, en marzo del año siguiente, dirigió sus tropas contra la fortaleza de Casale en Monferrato. Razonaba que, como feudos imperiales que eran, la sucesión dependía del emperador. Este acto de guerra precipitó una conflagración decisiva entre Francia y España.

Para Elliott la intervención española en Mantua fue el mayor error político de Olivares. Parece extraño que alguien tan prudente en su política exterior tomara una decisión muy arriesgada. Sin embargo, según el autor, la coyuntura parecía tan favorable que propició el paso en falso. En ese mismo momento, las tropas francesas se encontraban atascadas en un interminable asedio contra ingleses y hugonotes en La Rochelle ─al mismo tiempo que la diplomacia castellana negociaba una invasión franco-española de Inglaterra─ y, en Centroeuropa, la Guerra de los Treinta Años entraba en una fase benigna para los Habsburgo tras la victoria de Wallenstein en Silesia. Sin embargo, en la Corte, a Olivares lo cuestionaban por sus métodos autoritarios y pocas semanas antes vivió una ardua crisis de poder a raíz de la grave enfermedad del rey Felipe, que la oposición del conde-duque vio como la oportunidad de eliminar a su rival: si el rey moría, Olivares perdería su poder. La suerte apostó por Olivares y, tras la recuperación del monarca, necesitaba un golpe de efecto para restablecer su autoridad y acallar a los críticos. Jugó la carta de Mantua.

Retrato de Gaspar de Guzmán, atribuido a Diego Velázquez (1624), Museo de Arte de São Paulo. Wikimedia Commons.

Sin embargo, el canto favorable de la fortuna cesó pronto. Fernández de Córdoba se encontró de bruces con la feroz defensa de Casale, que acabó con la necesaria velocidad de la operación. El tenso compás de espera debió ser angustioso para Olivares, pues tenía que esperar a ver qué fortaleza caía antes, si La Rochelle o Casale. Para su desgracia, la victoria francesa se produjo primero.

Richelieu, exultante tras la victoria contra los herejes, aprovechó su oportunidad para golpear a España. A pesar de los coqueteos diplomáticos, la imagen de la política europea del cardenal era clara: Francia debía ser el contrapeso del poder de los Habsburgo. Encajonada entre los territorios de la rama imperial y la española, le correspondía a Francia equilibrar el poder europeo. En febrero, Richelieu y Luis XIII dirigieron a sus tropas en persona en el cruce de los Alpes. Empezaba así una guerra que se alargó casi 25 años. Un conflicto largo, de desgaste, que supuso un tremendo problema logístico y financiero para España, la cual luchaba al mismo tiempo contra franceses y neerlandeses.

Diferentes pero iguales

Richelieu ganó y la posteridad lo ensalzó; Olivares no fue olvidado, pero sí vilipendiado. En los dos siglos siguientes pasó a ser el necesario perdedor del triunfo del cardenal. Esta consideración trituró su memoria y quedó reducido a una serie de tópicos: decadencia y derrota ─los mismos que eran aplicables a España─ con una visión teleológica construida a posteriori. Los tratadistas e historiadores crearon la idea de que el ascenso francés en sustitución de España era una cuestión inevitable y, por tanto, se miró con desdén cualquier política ensayada por Olivares. Afortunadamente, la investigación histórica de la segunda mitad del siglo xx aportó cada vez más matices a esta visión. En demasiadas ocasiones, sin embargo, tanto sus figuras como la historia política de sus reinos se han estudiado por separado, como entes independientes. Este es el gran error que Elliott intenta solventar con este estudio comparado, pues solo comprendiendo la política de ambos rivales podemos entender la realidad política de una época tan compleja como apasionante.

Título: Richelieu y Olivares.

Autor: John H. Elliott.

Traductor: Rafael Sánchez Mantero.

Publicación: 2017 [original en inglés de 1984].

Editorial: Crítica.

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Retrato triple del Cardenal Richelieu, por Philippe de Champaigne (probablemente 1642). National Gallery de Londres. Wikimedia Commons.

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Director de Euxinos. Licenciado en Historia y Humanidades por la Universidad de Huelva y Máster en Estudios Históricos Avanzados por la Universidad de Sevilla.

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