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La fe y el poder. La visión política del emperador Justiniano

Cuando Justiniano accedió al trono en agosto del año 527, comenzó un largo y ambicioso reinado lleno de reformas, conquistas e innovaciones arquitectónicas. Todas estas acciones parecían seguir un plan determinado: recuperar, o evocar en la medida de lo posible, la Roma de sus antepasados. ¿En qué consistieron estas medidas? ¿Fue realmente ese el motivo que llevó a Justiniano a emprender tales reformas?

La muerte del emperador Anastasio I sin descendencia en el año 518 sumió a Bizancio en un vacío de poder. De entre todos los posibles candidatos para sucederle, fue Justino, comandante de los ejércitos imperiales, el elegido para ocupar el trono. De avanzada edad, había cosechado una exitosa carrera militar desde su juventud. Sin embargo, su formación tenía muchas lagunas y carencias en los conocimientos necesarios para gobernar. Para paliar su insuficiencia se rodeó de consejeros, entre los que brilló su sobrino, Justiniano. Se convirtió en su mano derecha, con los años en coemperador y, finalmente, su sucesor. De él decía Procopio que no era nada extraordinario a la vista, es más, le comparaba físicamente con el tirano Domiciano en un intento de ridiculizarle. Su reinado, sin embargo, estaba destinado a pasar a la historia.

Durante los muchos siglos que perduró el Imperio bizantino, sus habitantes y monarcas se consideraron siempre ciudadanos romanos. Para ellos, Roma no cayó. Tal como dijo san Agustín de Hipona tras el saqueo de la capital del imperio: «Roma no perece, Roma recibe unos azotes; Roma no ha perecido, tal vez haya sido castigada, pero no aniquilada». Aunque esta cita fue escrita en otro contexto, el mensaje es el mismo: la inmortalidad de Roma. Roma no fue destruida, sino que se transformó; su capital pasó de estar en la península itálica a estar en el Bósforo. Muchos territorios se perdieron en la actual Europa, pero, como las insignias imperiales se trasladaron a Constantinopla, para los bizantinos había una clara e indiscutible continuidad, no solo durante los siglos inmediatamente posteriores, sino durante toda su historia. A pesar de que, para el ojo actual, esta percepción pueda ser muy diferente.

Lo que este artículo quiere analizar, sin embargo, es la visión que Justiniano tenía para su imperio. Cómo quería que fuese Bizancio, qué medidas tomó durante su largo reinado para conseguirlo y las posibles razones por las que las llevó a cabo. Y si, pasados los años, las medidas que tomó resultaron ser o no efectivas. No son las campañas militares ni las obras de arte los aspectos que se van a analizar, sino qué había detrás, la ideología y pensamiento que guiaron la mano del emperador.

Justiniano y su séquito en San Vital de Rávena. Wikimedia Commons

Oikoumene

Durante toda su existencia, hubo una idea que perduró en la ideología romana: la universalidad del Imperio. Roma aspiraba a ser una unidad, la fuerza hegemónica que dominase el mundo conocido. Esta idea de «patria común» para los hombres fue utilizada para conquistar y dominar nuevos territorios, dada la legitimación divina que recibía el emperador como gobernador universal. Sin embargo, no todos los hombres eran dignos de pertenecer a esa patria común: los romanos siempre se diferenciaron de los bárbaros, pueblos ajenos a la «civilización», y lucharon por mantener fuertes los límites entre ambos, a pesar de luchar por conquistarlos. Así, surgió la separación entre el «nosotros», la civilización y la cultura, y «ellos», los bárbaros.

Con la aparición del cristianismo, su expansión y su asimilación como religión oficial en los poderes imperiales, esta idea de universalidad se comenzó a identificar con el ecumenismo cristiano. «Ecumenismo» viene del término griego oikoumene, tierra habitada, que los griegos utilizaban para denominar los territorios que estaban bajo su influencia cultural. En el ámbito cristiano se refiere a la universalidad que esta religión siempre ha ambicionado obtener.

Por ello, en el momento en el que el cristianismo se ancló en los poderes imperiales, dos ideas se fusionaron. Por un lado, el emperador romano, y bizantino, como el elegido por la divinidad para unir a todos los pueblos. Por otro, la universalidad del mundo cristiano. Y estas dos ideas convergieron en la figura de Justiniano.

Mosaico de Teodora en San Vital de Rávena. ©Petar Milošević/Wikimedia Commons.

Justiniano se veía a sí mismo no solo como el gobernante que estaba destinado a unificar el mundo bajo su reinado, especialmente los territorios que le fueron arrebatados por los bárbaros, sino que también veía que era su deber unificar ese imperio universal bajo una misma fe. Él era, al mismo tiempo, cabeza del Imperio y cabeza de la Iglesia. Esta idea estuvo siempre presente en las decisiones de los emperadores bizantinos, cuya política se vio profundamente influida por ella.

El cesaropapismo, es decir, la intromisión de los poderes civiles en los asuntos religiosos, nunca fue tan poderoso como lo fue en el Imperio bizantino. El emperador se ocupaba al mismo tiempo de gobernar política y religiosamente el Imperio, designando obispos, participando activamente en concilios y luchando por la unidad de la religión. En el momento en el que le tocó reinar a Justiniano, en el Imperio no había unidad religiosa. Seguían existiendo algunos restos del antiguo paganismo, sobre todo presente en los intelectuales, así como multitud de creencias herejes, dispersas dentro del territorio imperial, siendo la más poderosa e influente el monofisismo. Su influencia era tal que la propia emperatriz, Teodora, era una ferviente monofisita.

Para lidiar con los paganos, Justiniano no tuvo piedad alguna. Hubo persecuciones y ejecuciones, pero sin duda la medida más sonada fue el cierre de la Academia de Atenas, aquella fundada por Platón, que había estado abierta ininterrumpidamente durante muchos siglos. Fruto de esta persecución, en el año 559 hubo una gran redada en Constantinopla. Se apresó a aquellos que se sospechaba eran paganos, se destrozaron estatuas y muchos libros fueron quemados en las plazas más importantes de la capital. Algunos intelectuales, como se sospecha que hizo Procopio, se convirtieron al cristianismo, aunque no está claro si el sentimiento era real o tan solo instinto de supervivencia, mientras que otros muchos partieron hacia Persia, donde se decía que el rey Cosroes era más tolerante que el emperador bizantino.

Por otro lado, en cuanto a términos de la religión cristiana, la Iglesia pasaba por un momento convulso con las Disputas Cristológicas, nombre con el que se conoce a los distintos debates que ha habido a lo largo de la historia sobre la naturaleza de Cristo. Estas discrepancias estuvieron presentes en el seno de la Iglesia desde sus inicios, pero no fue hasta los Concilios de Nicea (325) y Calcedonia (451) que quedó aceptado por la Iglesia la doble naturaleza: Jesús era tan Dios como hombre. Sin embargo, no todos los cristianos estaban a favor de este dogma y la vertiente hereje que más seguidores tenía en Bizancio era la de los monofisitas.

Los monofisitas sostenían que Cristo era solo Dios y rechazaban su naturaleza humana. Fueron muchos los adeptos a esta doctrina, especialmente en regiones como Siria, Egipto y Palestina, además de numerosas figuras relevantes del gobierno imperial. Eran tan numerosos que Justiniano, a pesar de sus muchos intentos, no fue capaz de imponer la uniformidad de la fe cristiana por la fuerza, dado que solo conseguía provocar revueltas. Además, la influencia de Teodora era muy potente, tanto que incluso llegó a poner como patriarca de Constantinopla a un seguidor del monofisismo, Antimo I.

Unificando las creencias religiosas en la cristiana, aunque sin conseguir erradicar todas las herejías, Justiniano actuó de facto como jefe de la Iglesia en el Imperio. Así, el emperador demostró ser el legítimo soberano imperial luchando contras las voces disidentes que defendían lo contrario.

Procopio de Cesarea
Procopio de Cesarea es la fuente que trata con mayor profundidad el reinado de Justiniano. Consejero del general Belisario y senador, Procopio fue lo suficientemente cercano a la familia real como para escribir numerosas obras, desde un tratado sobre las construcciones arquitectónicas promovidas por el emperador como un conjunto muy extenso sobre las campañas militares imperial. Sin embargo, su obra más célebre es la Historia Secreta, donde dirige unas viscerales críticas hacia el emperador y su esposa Teodora. No se sabe a ciencia cierta si esta hostilidad era real o pretendía ser una obra satírica, dado lo ridículas que son algunas de las acusaciones que dirige hacia los soberanos. En cualquier caso, al ser tan contradictorio en sus distintas obras, hace dudar a los historiadores sobre la veracidad de los hechos que narra en todas sus obras, y provoca que estas sean estudiadas, como poco, con cautela.

Santa Sofía y el arte imperial

Cuando un ciudadano del siglo xxi pasea por las calles de Roma, de entre los muchos restos que encuentra, hay algunos monumentos que destacan por su grandiosidad. Los arcos de Tito, Constantino o Septimio Severo, las columnas de Trajano o Marco Aurelio, el Ara Pacis de Augusto… nacieron para conmemorar y representar la grandiosidad del Imperio y sus gobernantes. Debía impresionar no solo a los ciudadanos de Roma, sino también a todos los extranjeros que visitasen la ciudad, que hablarían de su majestuosidad al volver a su tierra. El arte imperial, pues, no era sino una representación de la grandeza de Roma. La inmensa mayoría de emperadores tenían en su programa político embellecer la capital, puesto que era la imagen representativa del Imperio. Y Justiniano, siguiendo a los emperadores de antaño, sabía que tenía trabajo por delante.

Mosaico de la Puerta del Emperador de Santa Sofía. Wikimedia Commons.

El flamante emperador tuvo la fortuna de encontrar aspectos favorables para comenzar a embellecer Constantinopla. Por un lado, su predecesor le había dejado las arcas reales llenas, por lo que tenía los medios económicos para hacerlo. Por otro, en el año 532, se produjeron las revueltas de Niká que destrozaron la ciudad y quemaron, entre otros edificios, la antigua basílica de Santa Sofía. Tras la represión ─que costó la vida a casi 30 000 personas─ y la vuelta a la normalidad, Justiniano aprovechó los destrozos para reelaborar el plano de la ciudad. La prioridad fue la basílica de Santa Sofía, cuya colosal reconstrucción se realizó en tan solo cinco años.

Santa Sofía estaba destinada a ser la joya de la ciudad imperial y, para ello, el emperador contrató a Antemio de Tralles, cuyo diseño, ya desde la planta, fue revolucionario. En vez de la tradicional planta basilical, Antemio de Tralles optó por una planta centralizada, coronada por una enorme cúpula que, según palabras de Procopio de Cesarea, llegaba a «una altura que se igualaba al cielo […] y se elevaba en lo alto, mirando hacia abajo sobre el resto de la ciudad». Este nuevo diseño marcó un nuevo estilo constructivo que se terminó convirtiendo en el arquetipo de iglesia bizantina.

Mosaico bizantino que representa a la Virgen María y el Niño Jesús que se encuentra en el ábside de Santa Sofía. Wikimedia Commons.

El objetivo de la construcción no era solo embellecer la ciudad. Justiniano quería construir, como cabeza de la Iglesia y de la Patria Común que era el Imperio, un gran templo en la capital imperial, el centro de su Iglesia. Pero Santa Sofía no fue la única construcción religiosa; el emperador hizo construir más de 33 iglesias en Constantinopla, y muchas más, así como monasterios ─el de Santa Catalina del Monte Sinaí es un buen ejemplo─, a lo ancho y largo del territorio Imperial.

Sin embargo, no fueron edificios religiosos lo único que Justiniano mandó construir. Con los templos cristianos, Justiniano consiguió aumentar el prestigio de la religión en su imperio. Ahora, era el turno de su propio prestigio, y el de su emperatriz. Desde redecorar la entrada al palacio imperial con mosaicos de los soberanos hasta construir una estatua de sí mismo a caballo al más puro estilo de los gloriosos emperadores antiguos, Justiniano sabía que el arte era un instrumento más para representar la gloria de su imperio. Pero, ¿es posible que hubiera algo más? ¿quizás insistir en la legitimidad de su reinado?

Revuelta de Nika
Durante el siglo vi, una de las mayores distracciones y diversiones de la sociedad bizantina era asistir al Hipódromo de Constantinopla, donde se celebraban carreras de caballos que movían ingentes cantidades de dinero. Al mismo tiempo, era habitual que hubiera disturbios en la ciudad causados por los seguidores más fanáticos, que en ocasiones eran detenidos y condenados a muerte. En enero del año 532, tras la negativa de Justiniano de perdonar a dos prisioneros de las facciones verde y azul del hipódromo, se desataron unos disturbios nunca vistos en Constantinopla. Como trasfondo de la revuelta había motivos políticos, promovidos por enemigos políticos del emperador, como Hipatio, sobrino del antiguo emperador Anastasio, que llegó a ser coronado emperador. Justiniano intentó, sin éxito, apagar las manifestaciones despidiendo ministros, entre ellos Triboniano, tal como le pedían, pero la violencia llegó a tal punto que tuvo que plantearse abandonar la capital. Sin embargo, su esposa, la emperatriz Teodora, se mantuvo firme insistiendo en permanecer en Constantinopla con unas palabras que pasarían a la historia: «La púrpura es la mejor de las mortajas». Con la llegada de Narses y Belisario unos días más tarde, pudo ponerse fin a unas revueltas que costaron la vida a más de 30 000 personas.

La importancia de la guerra

Es muy habitual caer en el error de pensar que la historia no es más que una sucesión de conflictos bélicos y conquistas. Aunque hay discrepancias con esta idea, es imposible hablar de Justiniano y su reinado sin mencionar las distintas contiendas en las que se embarcó y la simbología que tuvieron.

Como ya se ha comentado, Justiniano tenía en mente la importancia de recuperar los territorios que los pueblos germanos habían conquistado, tierras que habían pertenecido durante siglos a los romanos. Es decir, Justiniano estaría recuperando lo que por derecho les pertenecía, pero, incluso en esas circunstancias, el imperio necesitaba una causa justa por la justificar la lucha. Un Casus Belli.

Mapa del Imperio Bizantino en el 565. Mapa de Neuceu/Traducción de Rowanwindwhistler. Wikimedia Commons.

El Casus Belli era, en tiempos de Roma, una razón legítima por la que los ejércitos romanos podían comenzar el ataque. En algunos casos, era una mera excusa para explicar la legitimidad de la contienda. Y Justiniano, como no podía ser de otra forma, también necesitaba una justificación para combatir en los territorios del antiguo Imperio romano de Occidente. En el caso del norte de África, Justiniano se escudó en el derrocamiento del rey de los vándalos. En el de la península itálica, en el asesinato de Amalasunta, regente y reina de los ostrogodos. En ambos, las razones que le llevaron a actuar no afectaban directamente al Imperio, pero el emperador los utilizó para legitimar su participación.

Dibujo de un medallón en el que se celebra la reconquista de África, c. 535. Procedente de Justinien et la civilisation byzantine au VIe siècle, obra Charles Diehl editada en Paris el año 1901. Wikimedia Commons.

No dejan de ser curiosas las distintas formas con las que actuaba Justiniano con sus enemigos del este y del oeste. Mientras que con los que habían ocupado anteriormente Roma, Justiniano decidió atacar y conquistar, contra los persas decidió pactar, capitular y firmar un tratado de paz perpetua con el rey Cosroes I en el año 532. Aunque hacia la década de 540, el soberano persa rompió el acuerdo y volvió a atacar a los bizantinos, que no pudieron oponer mucha resistencia debido al agotamiento de las tropas por las campañas en el oeste.

Estas conquistas pueden entenderse como parte de su supuesto programa de evocar el Imperio romano, desde la elección de territorios hasta el método utilizado para comenzar. Pero, al mismo tiempo, es probable que Justiniano estuviera intentando afianzar su legitimidad como soberano, escudándose en la recuperación de los territorios que se les había arrebatado.

Corpus Iuris Civilis

En la dualidad entre «civilizados» y «bárbaros» destaca por encima de todo el orgullo romano por sus códigos de leyes escritas. No era nada habitual que los pueblos con los que se enfrentaba Roma tuvieran un corpus estipulado de normas, por lo que lo utilizaban como factor diferenciador. La ley escrita era, pues, algo inherentemente romano.

En su educación, Justiniano recibió formación jurídica, por lo que sabía de primera mano la importancia de tener un buen código civil. Sin embargo, en el momento en que le tocó reinar, el código de leyes existente se había creado en tiempos de Teodosio, en el año 438, y necesitaba una reforma. Había demasiadas leyes, algunas contradictorias y otras con demasiadas lagunas como para ser un código completo. Por ello, Justiniano se puso manos a la obra.

Para liderar esta empresa, Justiniano decidió confiar en Triboniano, destacado experto en derecho, la dirección del equipo de distintos juristas elegidos, todos profesores de las academias de derecho más prestigiosas del Imperio, para llevar a cabo la reforma. El resultado fue una recopilación de jurisprudencia dividida en cuatro compendios que sirvieron de base para la legalidad occidental hasta nuestros días.

Si nos basamos en la perdurabilidad que tuvieron sus obras, se puede decir que esta es su obra magna, su joya de la corona, con perdón de Santa Sofía. Gracias a su recopilación del código civil, el derecho romano se ha conservado como código legitimador en toda Europa. Además, no hay nada más romano que el derecho, por lo que, con esta obra, Justiniano estaba, al mismo tiempo, demostrando su legitimidad como emperador de los romanos y emulando a los emperadores de la Antigua Roma.

Portada del Corpus Iuris Civilis de Dionisio Godofredo, publicada en Lion el año 1607. Wikimedia Commons.

El mayor monumento jurídico de todos los tiempos
Pocas dudas caben sobre la enorme importancia que tuvo el Corpus Iuris Civilis para la historia del Derecho. Desde su publicación hasta nuestros días, ha pasado por numerosos periodos, algunos en los que quedó casi olvidada. En las tierras imperiales, poco se tardó en realizar traducciones al griego, lengua en la que se hablaba en el Imperio, ya que Justiniano insistió en que su reforma se escribiese íntegramente en latín. Por otro lado, en el mundo europeo, la primera vez que se encontró un manuscrito fue en el año 1090, cuando un monje de la Universidad de Bolonia comenzó a añadir pequeñas explicaciones y aclaraciones (glosas) al texto. De este modo, poco a poco, fue incorporándose en el mundo europeo hasta que en 1495 el Tribunal del Sacro Imperio aceptase el Corpus Iuris Civilis como su legislación. Esta denominación, sin embargo, llega hasta el año 1583 que Dionisio Godofredo publicó en Ginebra una edición completa de todas las obras jurídicas realizadas durante el gobierno de Justiniano y a la que denominó Corpus Iuris Civilis, Cuerpo del Derecho Civil.

Justificar el poder

En el momento en el que Justiniano ascendió al poder, había otros pretendientes que no estaban de acuerdo con su presencia en el trono imperial. Algunos de estos, incluso, tenían lazos de sangre con antiguos emperadores, como los sobrinos del difunto emperador Anastasio, que llegaron a ser coronados en el hipódromo durante las Revueltas de Niká del año 532. El emperador era plenamente consciente de la fragilidad de su reinado, por lo que tuvo que actuar para fortalecer su posición.

Mosaico en la basílica de San Apolinar Nuovo (Rávena) que representa a un Justiniano de avanzada edad. ©José Luiz Bernardes Ribeiro/Wikimedia Commons.

Defendiendo la religión, Justiniano demostró ser el «elegido de Dios» para gobernar, una idea eminentemente romana, uniendo a todo su pueblo, o intentándolo, bajo una misma fe. Embelleciendo Constantinopla, el emperador consiguió mostrar su poder haciéndole saber al mundo lo glorioso que era el Imperio bajo su reinado, al tiempo que fortalecía su relación con la religión. Con las guerras y conquistas, Justiniano demostró ser capaz de devolver el Imperio a su antigua gloria, recuperando, además, la antigua capital. Y con la recopilación y reforma del código civil, el emperador le dio a su imperio aquello que más se identificaba con Roma: la ley.

Al final de su reinado, Justiniano había expandido las fronteras del Imperio como nunca volvería a verse en Bizancio, dejó una capital imperial absolutamente engalanada y dejó para la prosperidad un código de leyes que incluso hoy sigue siendo estudiado. Sin embargo, dos generaciones después el Imperio fue en declive, puesto que las arcas del estado se habían vaciado con todas sus empresas. Justiniano consiguió, en vida, devolver una gloria al Imperio que llevaba décadas sin ver y demostrar cómo de legítimo era su derecho a reinar. Sin embargo, el precio fue demasiado alto para el futuro de Bizancio.

Para ampliar:

Harris, Jonathan, 2015: The Lost World of Byzantium, New Haven, Yale University Press.

Heather, Peter, 2018: Rome Resurgent. War and empire in the age of Justinian, New York, Oxford University Press

Ostrogorsky, Georg, 1984: Historia del Estado Bizantino, Madrid, Akal [original alemán de 1963].

Historiadora e historiadora del arte por la Universidad CEU San Pablo y máster en Historia Medieval por la University of Glasgow. Ha colaborado con las revistas Historia Hoy y Descubrir la Historia, y, actualmente, colabora con Licencia Histórica y lleva a cabo el proyecto de divulgación histórica La Tesela de Marfil.

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